miércoles, agosto 24, 2005

Cuento 2 del cuentario

Segunda Edad
Dios viendo nuevamente que su existencia era solitaria, volvió a crear al mundo. Hizo lo mismo, la tierra, las estrellas, los mares. En esta ocasión creo primero la vegetación y los animales, los nombró y los distribuyó por todo el planeta. Después hizo al hombre y a la mujer, los colocó en el mundo y los dejó libres.
Los hombres ignorantes como son, no supieron plantar, pizcar, no supieron nada de la vegetación. Tampoco tuvieron conocimientos sobre la caza y la pesca. Dios no les había enseñado. Entonces, el quisquilloso e ignorante hombre comió plantas venenosas y fue devorado por las bestias.
Dios viendo esto, se volvió a sentir defraudado y destruyó por segunda vez su creación.
Esta fue la segunda edad, conocida como: la edad de la ignorancia.

La reunión.

Las palabras de mi madre lo resumieron todo. En fracciones de segundo mi piel se erizó, los escalofríos llegaron hasta la punta de mis dedos. Un sudor frío recorrió mi frente, mi espalda y mis brazos. Mis manos se tornaron blancas. Mi faz se desfiguró. Sus palabras me jugaron una broma pesada.
–Ha regresado –dijo con su voz siempre dulce, siempre seca–. Baja, te espera en el estudio.
Nunca antes pensé en esa posibilidad. Luché con mi cuerpo para emitir respuesta, intenté mover alguno de mis músculos antes de que ella saliera del cuarto. Quise no parecer un tonto. No lo pude evitar. Cerró la puerta. Sus pasos bajando la escalera hicieron que reaccionara y por fin pude quitarme la gota de sudor de mi párpado izquierdo.
Tuve deseos de escapar. Miré el reloj y por un instante sentí que no avanzaba, que se detenía en ese momento, dejándome reflexionar por encima de las horas. Cientos de diálogos pasaron frente a mí. Al final no tenía palabras. Rápidamente tomé mi pantalón y mi camisa. Los calcetines y zapatos. Me senté en el sillón, encima de los bocetos, de los escritos, de los libros de poesía, de la calculadora y el cepillo. Me puse cada prenda con detenimiento. Ritualicé mi vestir mientras imaginaba las posibilidades frente a mí.
¿Pero porqué? ¿Porqué regresar? Después de tanto tiempo, hoy precisamente, a esta hora. ¿Porqué? En este día me entregaría al trabajo. A mis estantes sucios. A esos centenares de libros que empolvados esperan a ser leídos por unos cuantos que no los comprenden. Hoy, jugaría nuevamente con Emilia a encontrar nuestros cuerpos bajo las sábanas. Precisamente hoy iría a ese parque donde venden las velas y los inciensos.
Ahora todo se iba por la borda. Censuraban mi existencia de una manera vil. ¿Porqué hoy? Acaso ¿no tuvo suficiente con marcharse? Tal vez olvidó el dolor que dejó atrás. Cuando decía que cambiaría al mundo. Y es que en aquellos días en que no existía forma de salir, logró hacerlo. Pudo marcharse y ahora como una burla, regresaba. Mostrando nuevamente su poder infinito.
Olvidé, olvidé su existencia por tantos años. No recordaba ya sus cuentos, sus sueños, sus lágrimas. Intentaba a veces ver su rostro en mi mente, recordar el sonido de su voz, lo poderosa que era su sonrisa. Intentaba saber cómo sería después de tanto tiempo. Todo fue en vano. Su recuerdo murió unos días después de su marcha.
Cuando fue su partida quise ser su compañía, quise estar ahí, donde estuviera. Desee con toda mi fuerza y mi razón estar como su sombra. No quiso, no permitió si quiera despedirme desde la ventana de mi cuarto. Poco después esa ventana fue clausurada, mi madre pensó que la causa se debía a mis extrañas costumbres. Pero no, fue para no ver jamás a la calle, para no torturarme viendo el vacío que quedaba en su lugar.
Termino de vestirme. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Romper las tablas de la ventana? ¿Tirar los cuadros, las fotos, los recordatorios en papel que sobre la madera cuelgan? ¿Tumbarlo todo y después brincar por la ventana para huir yo? ¿Correr hasta que el aire deje mi cuerpo, hasta que mis piernas revienten? ¿Podría huir sin ser visto?
Era ridículo creerlo, era imposible escapar. Me acerco a la pared que da con las escaleras. Tal vez ahí escucharía la voz. Pego mi oreja derecha a la parte media de la pared entre banderas y fotos. Silencio. De pronto, una risa. Mi madre. Ella era la culpable. Sí. Mi madre lo sabría antes que yo. Nunca me advirtió. Tal vez lo supo hace días. Pero no quiso decírmelo.
Nuevamente los recuerdos me invaden. Los días en el parque, los regalos en las fiestas, la voz de mi tía regañándonos. El olor de mi madre mientras me abrazaba. El perfume que danzaba entre las personas y mesas. El aroma es el escrito del aire, es la transfiguración de las flores, de los frutos, de la podredumbre. El aroma siempre me conquista. Conquista todo, al final todos poseen un aroma. Sin embargo no hay alguno que perciba en este momento.
Escucho los pasos que suben y se acercan. Pretendo acomodar los papeles que me rodean. Tocan a la puerta. Tal vez esté ahí. Mis piernas tiemblan. Mi mano se pierde en el espacio. De repente tomo fuerza y abro la puerta.
–Es de mala educación hacer esperar. Lo que dijo es muy claro. Quiere verte. Está abajo platicando con todos. Pero no vino a platicar, sino a verte –me puso su mano con olor a cloro en mi hombro–. No puedes permanecer más tiempo sin bajar. Hazlo ahora.
Sin saber qué me invadía. En ese instante me lancé a sus brazos como si fuera todavía un niño. Ella primero no respondió a mi abrazo, después apretó con fuerza y en su pecho me perdí nuevamente. El aroma salino y graso me confortaba. El sonido de su respiración me hacía sentirme en casa. A solas, como antes fue. Las lagrimas se vaciaron en su mandil. Ella acarició mi cuello, me besó en la frente y me separó de su regazo.
–¿Pues qué mosco te picó? –dijo con voz extrañada–. Ahora resulta que hasta lloras, no entiendo. ¿Pues no era esto lo que querías? Me lo platicabas casi a diario. Me decías que mirabas su rostro en todas las personas que pasaban. Me juraste que buscabas su nombre en las revistas, en los periódicos y en esas otras cosas que vendes en la librería –después sonrió y me tomó de los brazos–. Hasta me decías de chico que ibas a ser un detective para poder investigar su paradero. ¿No te acuerdas ya de eso?
Mis palabras nuevamente desaparecían. Mi lengua entumecida y mis labios sellados trataban de explicarle lo de Emilia, el trabajo, el parque, lo del tiempo, los recuerdos, los sueños. Pero mi torpe boca sólo pudo emitir más incoherencias.
–Es que no sé qué hacer mamá. Intento bajar, intento ir hasta donde está pero no puedo –mi voz se distorsionaba, comenzaba a quebrarse–. Sabes bien que quería este momento con todas mis fuerzas. Pero no ahora, no ahora mismo.
–Entonces cuándo –frotó sus manos y me miró fijamente buscando como siempre algo más allá de mis palabras–.
–Pues no sé, pero hoy no –mi rostro tomó un semblante sereno­–. Ahora no, es un mal momento. Estoy a punto de irme. Tengo cosas que hacer. Tal vez pueda venir otro día. Un día que tenga tiempo de estar ahí, en el estudio.
–Deja de decir tonterías. Bien sabes su situación. Y también sabes el esfuerzo que hace al venir aquí. Sin importarle los peligros y lo desgastante que es el viaje, está aquí. Abajo, como siempre, platicando mientras espera verte –con los ojos llenos de ira me di la vuelta, y su brazo me giró a ella cual muñeco de trapo–. Bajas, y bajas ya. Apúrate, que te está esperando –su voz hiriente terminó por callar mi coraje. Se dio la vuelta y azotó la puerta–.
Me senté sobre la cama. Voltee ligeramente hacia el espejo. No miraba mi rostro, solamente la puerta esperando ser abierta. Esperando quedar a mi espalda mientras me alejo. No puedo detener lo inevitable. No debo. No quiero. Sin embargo, lo prolongaré hasta que termine mi último suspiro.
Intento ordenar el cuarto. Tomo mi libro favorito y lo dejo sobre la almohada. Ahora sé qué hacer. Me doy la vuelta y camino hasta la puerta. La abro, escucho las voces más claras, las risas. Camino hacia la escalera, veo ligeramente hacia abajo y no encuentro a nadie. Doy mi primer paso sobre el escalón, mi pie izquierdo baja lentamente, ahora el derecho. Mi mano se postra en la pared. El olor a café calcina mi olfato. Penetra como punzada en mis poros. Reconozco poco a poco las voces. Bajo lo suficiente para ver los sillones de la sala, todos están sentados. Sus ojos vacilan al voltear. Cuando al fin me tienen en la mira dejan de reír. Mi último paso sobre la escalera es tambaleante e inconsistente.
–Vaya, hasta que bajas – dice mi madre mientras pasa el azúcar a su derecha–. ¿No saludas? –mis labios temblorosos poco a poco fingieron una sonrisa inevitable–. Claro que saludo ¿cómo están todos? –con gestos complementarios me respondían–. ¿Dónde está? –dije, evitando sonar obvio–. En el estudio, dónde más. Ya tiene rato que entró, y tú, no sé que haces arriba. Pero ándale, que no tiene tu tiempo.
Camino dejando atrás la sala, el antecomedor y el comedor. La puerta del fondo es mi destino. La puerta blanca con azul. La puerta que tiene algo tras ella que no quiero ver. Me acerco. Acaricio las sillas con las que me encuentro en el camino. El terciopelo rojo me llena por unos instantes de más recuerdos. Su voz, el último encuentro. Mi escondite favorito. Las mascotas y el columpio del parque.
Mi mano se acerca a la chapa. Mis dedos inquietos se contraen una y otra vez. Cuando al fin tengo la chapa en mi mano. Cierro los ojos. Imagino lo que encontraré, las palabras que nuevamente retumbarán en mis tímpanos, los ojos mirándome, los silencios. Después con un movimiento muerto giro la chapa. Me detengo otro instante mientras suspiro por última vez antes de entrar. Jalo la puerta y entro al estudio viendo hacia atrás. Me doy cuenta que todos me miran fijamente.
Están de pie, callados, con sus rostros inmutables, alguien abraza a mi madre que me ve con desdeño. Todos esperan inmóviles. Quieren ser participes del espectáculo. Y aunque parecen saber el desenlace quieren estar seguros de que suceda. Les sonrío aparentando casualidad. No contestan a mi gesto.
Cierro la puerta, y con los ojos cerrados giro mi cuerpo. Los abro suavemente. Una luz ilumina la habitación. Alguien abrió las cortinas. Quedo cegado por unos instantes y veo la silla, ahí está, igual que antes. Su mirada es la misma, su sonrisa sigue siendo poderosa. Me acerco sin titubear, sin ser o parecer un torpe, sin inmutarme, sin sellar mis labios. Al fin estoy frente a frente. Mis palabras son las mismas de siempre, sus respuestas también. Todo termina en silencio, todo acaba en unos instantes. Volteo y veo su rostro nuevamente. Una befa se forma en el mío. Salgo del estudio, camino hacia la sala, todos siguen de pie, todos siguen en silencio. Paso de largo hacia la puerta de la entrada, la abro y escucho la voz de mi madre.
–¿A dónde vas? – me dice con tono extrañado. Volteo, y sonrío mientras acaricio la puerta–. ¿Te miró? ¿Te dijo algo? –repitió mientras miraba a su alrededor–.
–Lo de siempre mamá. Ahora me voy al trabajo, es tarde. Después veré a Emilia e iremos al parque de los inciensos –veo mis manos, las machas de nicotina se confunden con la tinta–. Dile que si al regresar sigue aquí, morirá. Yo ya se lo dije. Pero no entiende. Explícale que el mundo no ha cambiado, cuéntale lo de la ventana de mi cuarto. Lo de mi búsqueda. Dile que no siga aquí o morirá como todos nosotros.Chasquee mis labios y luego sonreí omniscientemente. Cerré la puerta tras de mí. Respiré el aire fresco y seguí mi camino.

lunes, agosto 22, 2005

Reflexión sin sentido, waisted time...

Caminando entre las torres, a la luz de los cables reflejando al sol, sobre los cerros ahí voy, soy el que camina sin esperar, soy el que espera sin caminar.
Pero te extraño niño, te extraño sol... esta parte del cuerpo cuelga de las estrellas y no sé de dónde caerá, no comprendo los tiempos o situaciones, sólo veo el cohete despegar y caer violentamente en tu tierra, mujer elemental, mujer de fuego, de agua, de sal, de sangre y mar, dónde dejaste el trozo de canto que te entregué.
Quiero ser tu Jaguar, déjame soñar, pues en sueños duras más que en la vida y en la vida te pierdes más sin los sueños. Dame silencios, dame sentimientos, de esos que ya no poseo, de los que me deshice cuando crecí, como te extraño niño, porqué te mataron todos.
Engrasa el metal de mi cuerpo, termina el trabajo, termina el duelo.
Camina, camina, camina.

sábado, agosto 20, 2005

Camino del indio

La eternidad de las luces, antorchas que móviles simplifican el camino, entre la espesura de la noche y la frescura de la brisa. Súper estructuras que se conmueven ante el pequeño creador, impresionado de su creación, la hípervía de asfalto, como vereda entre los cerros se une, se bifurca en algún punto donde no todo converge.
Creaciones que superan a los autonombrados dioses, contextos unidos por personas más no por naciones, camino a Santa Mónica, noche impetuosa, singular alegría entre los castillos falsos de las luces artificiales, conocimientos solitario encerrado en sus jaulas de concreto, pergamino perdido, el crepúsculo habitado, la soledad mi compañía, la música el sistema de defensa, la imagen el resultado.
Bendita ciudad de los Angeles, bendito camino a Santa Mónica que bello eres cuando a tu dueño he olvidado.

lunes, agosto 15, 2005

Los elementos del egoísmo y la verdadera situación del pez (fragmento)

Día uno
Viajo a miles de segundos de nuestro momento, a donde todo comenzó, a donde todo inició casi sin darme cuenta, recuerdo que esos días leía sin parar. Un libro siempre te lleva a otro, eso por lo menos he creído siempre. Debo afirmar que los libros no son mi pasión, jamás lo han sido, de hecho me dan lástima las personas que buscan siempre un interesante libro para saber más. Nunca he leído por gusto, sólo por necesidad.
Cientos de cosas suceden en el tiempo y sobre el espacio, las cortinas de los cuartos se llenan de polvo, los marcos de las ventanas se escarapelan, las tazas de los sanitarios se vuelven amarillas y el agua se convierte en vapor.
Cierto, el mundo ya no es como lo era antes, pero cómo recordarlo si yo no viví los tiempos de antes. Los tiempos pasados fueron mejores porque no los sufrimos no porque no se mantuvieran siempre así.
Eran las siete de la tarde, hora de cerrar, era la hora de ir a casa. Eran las siete de la tarde, mi hora de ficticia libertad. Como siempre tomé mi lugar en la trastienda, comencé a encimar las cajas de libros, revistas, periódicos, discos y todo lo demás. Acomodé con calma una encima de la otra. Perdí el tiempo, con cautela de no perderlo apresuradamente y así quedarme sin tiempo para perder.
Después me dirigí al Instituto, como ellos le decían. Una escuela barata de prospectos a artes. Enseñaban fotografía y danza. También yoga, y otras de esas cosas que casi nadie toma en serio.
Entré por la puerta café, esa de madera antigua que no era reparada por cuestiones sentimentales. Pasé al lado de Estrella, la recepcionista, salude a Patricio, el instructor de danza.
En ese momento la vi, Lía, con su cabello oscuro, entre ondulado y quebradizo, entre peinado y despeinado, entre personas y música. La había visto por primera vez en la librería, no habló, sólo señaló lo que deseaba y se fue sin siquiera dar las gracias. Su mirada siempre era fina, profunda, apasionada. Mirada que solamente mostraba cuando me veía. Ella bailaba como siempre, sin repetir ni un solo movimiento más que los pasos. Los tambores sonaban marcando el ritmo. El grito del hijo de una bailarina, cual canto gitano estallaba en el salón. La madera de la duela crujía, eso le daba un aspecto romántico a la escena. Lía se contoneaba lenta y sensualmente. Su vestido se transformaba en marea de colores. Se detenía de repente y me observaba, me veía de la forma habitual.
Nuevamente el grito del niño. Su lloriqueo era musical. Sus gritos embonaban perfectamente en los compases de la pieza. De repente el silencio, luego los ridículos aplausos de los participantes, como imaginando lo que sucederá el día de la siguiente y exitosa presentación. –Muy bien muchachas y caballeros –dijo el instructor con mirada afeminada y resplandeciente.
La antigua escuela de prospectos a artes, se había mantenido, desde siempre, de contribuciones de los que se inscribían, pero su mayor ingreso eran los cuartos de la parte trasera que funcionaban como posada. También ayudaban la antigua cocina y la bella estancia, construidos en materiales finos de varios colores. Ahí proyectaban películas antiguas y de directores conocidos, leían poesía, cuentos, teatro y novelas. En esa estancia los pintores, escultores y escritores hablaban sobre la injusticia de no concederle espacio a las artes experimentales, también discutían sobre lo que ellos mismos hacían, hora tras hora hablaban de cosas aparentemente interesantes pero vacías hasta el hastío. Consumían café y cerveza, ocasionalmente un vino, pues ellos decían que mostraba elegancia e inteligencia. Yo lo consumía porque era más barato que el resto de las bebidas.
Pasaba a un lado de los supuestos intelectuales tomavino, atravesaba por la puerta de malla y cruzaba el patio conformado por una fuente marrón, unos árboles frutales y tres bancas azules, acompañados de dos o tres sillas metálicas. Al fin, entraba a mi cuarto, en el que habitaba desde hace cuatro o cinco años, entraba y miraba de golpe la totalidad de mi hogar. Un catre nuevo, un guardarropa desarmable de plástico, un radio viejo, un cenicero sucio, lápices, cuaderno y plumas sobre una pequeña mesa vieja y cuadrada, un par de discos, revistas culturales amontonadas y una caja de libros empolvados. En la parte derecha y arrinconada de mi cuarto, se veía una bañera blanca y enmohecida de la parte inferior, al lado el escusado. Y para cerrar el cuadro, una vasija con agua y un espejo. Este era mi hogar. Pagaba sólo unas monedas por él, bueno, por así decirlo, en realidad eran billetes, pero monedas suena más agradable.
Me quito mi chamarra vieja de mezclilla, la cuelgo en un clavo sobre la puerta. Retiro de mis pies las botas gruesas, quedan expuestos mis calcetines sucios y medio descosidos. Me pongo ahora mis zapatos negros. Enciendo un cigarro barato y sin filtro. Lo coloco en mi cenicero y comienzo a esperar. Faltaban solamente cuarenta minutos para que sirvieran la cena. Esta noche tal vez comería algo caliente, las semanas pasadas únicamente sirvieron ensaladas frías y salmón ahumado. El problema fue que la cercanía con concursos fotográficos y presentaciones dancísticas obligaban a Lourdes, cocinera, bailarina y dueña, a practicar hasta ya entrada la madrugada, haciéndola duplicar la cantidad de almuerzo y así servir las sobras en la noche.
Esperaba sentado mientras pensaba en lo que me había convertido. Me recordaba pasando horas conversando de estupideces literarias, filosóficas e históricas. Hablaba por horas acerca de política y música. Me vestía de forma descuidada y me perdía con la masa intelectualista de mi ciudad. Iba a sus fiestas, los escuchaba, debatía con ellos y después consumíamos lo que estaba de moda. También escuchábamos música y admirábamos el cine independiente. Criticábamos la fotografía y la nueva ola de literatas, comentábamos las nuevas corrientes del feminismo e intercambiábamos pensamientos sobre la verdadera armonía.
En pocas palabras, me había vuelto un patético estereotipo del intelectual de la nueva era. En realidad no me interesan esas conversaciones, ni su música o el cine de un país desconocido. Para ser sincero prefería siempre una película de ciencia ficción o de vaqueros. No me interesa ver mi vida reflejada en un personaje. No me importa ser o no ser representado frente al poder político, jamás me he interesado por nada más allá de mi ropa y la cena del día corriente. Pero desde siempre debía encajar, sino encajaba no tendría dónde vivir.
De repente repicaba la campana que llamaba a la cena. Ese sonido que mi abuela mencionaba como algo que espantaba a los fantasmas. Sin embargo, no era yo precisamente un creyente, puesto que nunca se iban los fantasmas de la casa. De todas formas me pregunté lo de todos los días: ¿Se habrán ido los intelectualistas?
Camino hasta la cocina y decepcionado veo que siguen ahí. Asiento la cabeza saludando a todos y todos me saludan en respuesta. Como lo había imaginado, se encontraban hablando de artes y de la nueva película extranjera independiente que se proyectaba en la sala alternativa del cine. Siempre pensé que era una forma estúpida de llamar a la sala, pues cada película proyectada en una sala distinta es una alternativa, lo que nos llevaba a cometer un pleonasmo al decirle sala alternativa a una sala.
Con mis comentarios atorados en el cuello, me siento en la silla y comienzo a engullir una masa asquerosa, aunque bastante rica, formada de soya con verduras cultivadas sin químicos y con una bebida verde que preferí no inferir lo que contenía.
Me preguntan sobre mis poesías. Les menciono brevemente, con un tono soberbio, que no he avanzado debido a una falta de inspiración objetiva. Ese diminuto comentario hace que como hienas hambrientas todos quieran dar su opinión ejemplificándola con sus maravillosas vidas. Después las feministas voraces, sicólogas en su mayoría y una que otra filosofa, hablan sobre lo minimizada que se encuentra la mujer en la literatura y que no paran de objetivarla, que todos los hombres son misóginos y que nadie más que ellas merecen el control del universo, o algo por el estilo. Inmediatamente acepto su opinión como válida tratando de evitar ser bombardeado con comentarios repetidos. No lo consigo y por dos horas y media se enfrascan en un discurso contradictorio.
Al terminar la cena y después prender otro cigarro, la cocina y estancia cierran; los de siempre platicamos sobre nuestros días. Claro que mi turno es el último pues yo soy el del trabajo menos interesante. Todos hablan, todos opinan, todos comentan y recuerdan sus burlas a la gente por no conocer a tal o cual autor, novela, película o programa cultural. Se quejan de las personas, se ríen de ellas, y comentan su nuevo proyecto, su nuevo viaje, y sus intentos fallidos de hacer esto y aquello debido al desconocimiento de la gente referente a su arte o como este de moda decirle hoy.
Terminan los fascinantes intelectualistas con sus parloteos, me cuestionan por no aportar a la plática, justifico achacándoselo al sueño y a lo cansado que es cargar cajas con libros. Me retiro al cuarto, abro las ventanas, me quito la camisa y el pantalón; me persigno sigiloso e intento dormir.
Mientras poco a poco descanso mi cuerpo, mi mente se pierde en el oportuno silencio de la noche. Cobijado con los murmullos de los amantes imaginarios me giro sobre mi cuerpo y con la cabeza inclinada lentamente me encojo hasta la forma fetal, sólo así consigo conciliar el sueño. ¿Los peces sueñan? Si lo hacen deben seguramente soñar en ocasiones que se asfixian, así como yo a veces sueño que me ahogo. Quisiera encontrar a alguna mujer que me ame, y que pueda decirme que lo hace sin explicar primero que no sabe las causas psicológicas de su sentir, también sin que se disculpe por sonar trillada y ajena a su verdadera forma de ser. Alguien normal que me ame, eso quisiera. Fornicar con ella o hacer el amor, como quiera decirlo pero que lo haga sin interrupciones innecesarias.

jueves, agosto 11, 2005

De narraciones ordinarias y extraordinarias: Abel y su eternidad en el desierto (fragmento II)

-Cuéntame un cuento- decía él, acostado a su lado, con la espalda al cielo, con la mirada a la oscuridad con el humo en su aliento. -¿Qué cuento podría contarte? uno de amor, uno de guerra, uno de animales, uno de montañas, uno de dioses tal vez.
-Cuéntame el cuento de mi vida, el que todos han querido escuchar.
La inquietante sábana se movía, de repente los hombros desnudos, femeninos, casi hádicos se mostraban unidos a un cuello largo y terso. El color de los ojos en la oscuridad no se distinguía, sólo se observaba el brillo mítico en la penumbre de la alcoba. La lengua a los labios, los labios al vaso, el vaso al buró, el buró inmóvil.
-Llegaste de muy lejos, tu sangre viene de más allá de donde la arena se une con la montaña, la montaña con el desierto y el desierto con la selva. Vienes de donde nunca nadie ha dominado a la tierra, donde creen conocerla, pero de un momento a otro, la tierra come lo que sobre ella reposa. Creen dominarla, creen conocerla, pero no lo hacen, sólo su sangre la conoce, por que la sangre del pueblo al ser derramada también se vuelve tierra, desierto, montaña, selva y mar. Te llamas Abel, tu padre se llamó Abel, lo mismo tu abuelo, tu bisabuelo y así hasta el inicio de las naciones, hasta el comienzo de los tiempos. Tu madre se llamó Eva, sus nombres han sido depositados en la mujer y en el hijo. Todas las generaciones de tu pueblo se han llamado así, todas las generaciones de tu raza han vivido bajo el amparo de Dios; jamás han conocido el pecado, la pureza ha sido su estandarte. Vinieron y fueron, predicaron y conquistaron almas, llevaron muertos en sus espaldas, se convirtieron en amos y esclavos, buscaron el reino de la conciencia, el mundo de la pureza. Tú eres el último de tu especie, el que debe dejar su legado en su hermana, pero ella murió y ahora no sabes cómo seguir con tu estirpe. Nadie conoce el pecado en tu pueblo, todos han adoptado, como tú que también lo fuiste y tu hermana, y ustedes debían hacer lo mismo, pero ella murió y ahora no sabes cómo lograrlo, pues has pecado.
El cigarro a los labios, el humo al cielo, el cielo a Dios y Dios a los hombres; su mano a la de él, la mano de él a su cara, de su cara la lagrima, la lagrima a la almohada y la almohada al suelo. Ella volteaba a él, él con voz de pecado dijo:
-Lo que no sabes es mi verdadera historia, sólo el cuento que me envuelve.

De narraciones ordinarias y extraordinarias: Abel y su eternidad en el desierto (fragmento I)

La Geografía puede decir mucho de cualquier persona, qué clima soporta, cuál es su lugar de nacimiento, dónde vive, con qué tipo de animales y plantas cohabita, tal vez hasta las probabilidades de vida, si conoce el mar o el desierto, si sus pulmones son grandes o pequeños, si padece de alta o baja presión.
La Geografía por ejemplo, en este momento me indica que estoy a nivel del mar, que mis pulmones son pequeños, que no conozco la nieve y que se he de morir presa de un predador ha de ser uno selvático. También me dice que nací en el continente americano, en el paralelo tal y que el sol me da tantas horas al día. Sin embargo aunque sí determina mi nacionalidad, no determina mi destino en las veredas, y por supuesto que no dice cuáles serán mis decisiones, y por último miente acerca de mis raíces.
Mi origen es el continente africano, mi piel oscura no lo dice, pues no es de ese color, más bien, blanca, pálida, casi azulada. Mi cuerpo delgado, esquelético, mis ojos hundidos, mi barbilla partida, lampiño de todo el cuerpo, con la cabeza rapada, los labios siempre partidos y vistiendo túnica azul con sandalias de piel color marrón.
Sé que mi origen es africano pues mis padres adoptivos me lo dijeron, ellos a su vez fueron adoptados y así sucesivamente, soy la generación cuarenta y cuatro de hijos adoptados por adoptados. También soy uno más de los que contrajeron matrimonio sin tocar en ningún momento a su esposa, situación que me hace sentir dichoso, jamás he roto el celíbato, ni nadie en mi familia lo hizo, el celíbato en mi familia corre desde sus inicios.

martes, agosto 09, 2005

De Guanajuato tantas cosas menos yo.

Dicen que cuando uno viaja acompañado es porque uno tiene que llevarse algo de su tierra para no olvidarse de donde viene y no quedarse más tiempo. Yo nunca he viajado acompañado, y en mis viajes que no han sido tantos uno de ellos, uno de los varios a Guanajuato conocí a una mujer el día que llegué y murio un día antes de irse.
— Los que no toman ni fuman son jotos —dijo la mujer de unos ochentaycuatro años, sentada a un lado del Mercado Hidalgo, donde las mixtecas venden sus muñecas de trapo, ahí, donde daba la sombra— tú estás fumando, no has de ser joto.
Vestía mi camiseta de turista de cinco pesos, mis anteojos y sus protectores oscuros, pantalones tipo carpintero verdes, tennis negros de suela gruesa, un sueter café y viejo, que no cubría el frío, mi mochila verde, mi cigarro barato sin filtro prendido. Fumaba y aspiraba el humo por la nariz, tomaba de un vaso plástico transparente un poco de mezcal traído de Oaxaca.
— Ay muchacho, si yo te contará ¿ves esta foto? — me enseña una foto vieja, blanco y negro, con una mujer en una silla y el hombre a su lado de pie, clásica pose de matrimonio viejo— esta soy yo, mira nomás, ahora ya estoy vieja, ya no tengo ni las trenzas de ese entonces. Antes no importaba tanto el color del cabello o si se lo peinaba así como las muchachas pendejas de ahora, lo que importaba eran las trenzas, lo largo del cabello y sus trenzas. Yo en eso era muy bonita.
Ella sentada sin vender nada, aparentemente descansando antes de proseguir con su camino, me miraba. Esperaba que le preguntara, pero mis miradas eran suficientes dudas, ella me entendía y sabía que quería seguir escuchando. De repente pasaba uno que otro, boleros y demás, volteaba yo, de vez en vez, a la Posada donde pasaba la noche, bueno, parte de ella.
— Este viejo cabrón era mi marido, guapo, alto así como tú con una mirada de hombre, con su cigarro y con su camisa. Tan hombre, estaba reguapo el cabrón, y me rogaba —sus pequeños ojos arrugados se abrían, era una mujer totalmente expresiva— siempre me decía que lo acompañara a comer la nieve, a caminar las plazas, a prender veladoras —explota en la risa más hermosa del mundo— prender veladoras, cabrón que era.
A los lados, en las calles empedradas se miraba el callejón trasero de la Alhóndiga de Granaditas, antiguo lugar de contienda de los macehuales y los gachupines. La gente caminaba, el aire fresco, dulce a mis pulmones, un momento de tranquilidad absoluta, apagaba el cigarro y prendía otro, daba otro trago a mi mezcal y me quitaba los protectores oscuros dejando mi mirada desnuda tras el cristal de los anteojos.
—Yo nunca le hice caso, me casé con él, le dí hijos y también hijas, pero nunca le dije que me gustaba ni que lo quería, ni cuando me preguntaba casi antes de morirse —suspira como arrepentida— y es más si no se hubiera muerto de haberle dicho, no le digo. ¿Sabes porqué? Por presumido. —Se me queda viendo confundida por no darse cuenta de que me había quitado los protectores— No te miraba los ojos hace rato, los tienes claros, bonitos, como mi hijo, el grande, ese ya se murió.
Deseaba tanto una grabadora en ese instante, mi memoria tan reducida como siempre lo ha sido no me permitiría mantener perfecto el largo diálogo de más de una hora. Pasaban mujeres, jóvenes, las miraba, me devolvían la vista, unas las conocería a lo largo de mi estancia y serían amantes silenciosas, generalidades centralizadas en una amante mayor: la ciudad de Guanajuato.
—Para mi nunca estuve equivocada, así como lo trataba actué bien. No creas que lo desatendía, lo tenía lavado, planchado y comido, pero sin amor. Aunque siempre lo quise al cabrón, me daba de su cerveza, de su botella, de su cigarro, me subía a su caballo y a cada rato me daba muchos besotes así en la boca —toca su boca violentamente, la talla y suena el beso en sus labios— me seguía por las milpas, allá pa' Yuriria, allá en Felipe, allá en los ranchos que estaban para allá.
Se quedaba callada a ratos, recordaba, me miraba como esperando algo. Sus pies en calcetines largos grises y calientes, calcetas más bien. Vestido floreado en colores naranja quemado y negro, con rosario en la mano. Me mira como solamente mi madre me ha visto.
—Tú casi no preguntas, no eres como todos los muchachos que vienen hasta acá. Muchachos pendejos no saben escuchar, nomás quieren ser amigos de una. Ni me conocen ni nada, quieren llevarse el recuerdo de una viejita —ríe fuertemente y se interrumpe con una tos— quieren sentirse que conocieron a la que quisieran que fuera su abuela, cabrones y cabronas no atienden a nadien en sus casas y creen que con los ajenos a sus casas se puede compensar. Están bien pendejos. Que bueno que tú escuchas que eso es lo que uno quiere cuando está hablando, yo no hablo para que hablen, hablo para que me escuchen.
Volteo hacia la derecha, veo el camino que me lleva a la Plaza de la Paz, a los templos, a todos esos sitios que visitaría una y otra vez cada vez que pisara la ciudad de mi familia, la ciudad de mi gente, la tierra del cerro de las ranas. La miraba, la escuchaba, me perdía en sus historias, la de su marido no fue la única, me contó muchas, me dijo mi futuro, me dijo cómo era en verdad, me hizo llorar. Fumo conmigo, de mi cigarro, me pidió un refresco de limón, me dijo que las viejas son cabronas antes y ahora, pero que ahora más porque ya ni se casan, nunca le pregunté nada, jamás la interrumpí ni le quité la palabra, sus historias comenzaban de la misma forma, y terminaban igual.
—Hola hijo, siéntate que si te vas ni me escuchas, ni aprendes, ni te pierdes de mucho que tu vida será larga y siempre podrás regresar, te lo prometo. Deja te cuento algo de cuando era joven que nadien aquí escucha a los viejos.
¿Cómo murió? Unos dijeron que ya estaba muerta, que me miraron hablando solo, otros que era el diablo que se aparece en muchas formas, otros que se murió de vieja, unos decía que estaba en su casa con su hija, la esposa de licenciado que estaba por el Teatro Juarez. Nadie me supo dar razón. Sus despedidas eran igual o similares a la de los que se despiden para siempre.
—Bueno muchacho que Dios de bendiga como hasta hoy lo hace, ya verás que tendrás muchos caminos por recorrer que tu mirada es del viajante, tu ojos son lo de San Cristóbal. Eres guapo muchacho, no seas presumido o la mujer que quieras te mandará a la chingada aunque se casen. Ay si te veo mañana te sigo contando y sino pues ten buen viaje.

Encuentro

Caminaba como siempre ha sido mi costubre a lo largo del callejón, donde se encontraban las esquinas perdidas entre la tinta y la cera. Observaba detalladamente las formas, los colores, la idea. Me perdía entre los murmullos de las palabras no formadas en el aire o en tu boca por ser tan destructivamente perfectas.
Consumí intempestivamente la taxonomía para saber que tú y yo articulábamos perversa y perfectamente. En el sonido de la lluvia te encontré, pálida como siempre, mirándome sugestiva, impetuosa, deseosa de estar en si misma. Ser acuífero, terrestre, aéreo; ser elemental, partícipe del banquete misterioso que nadie menciona por no caer en el olvido, en la masa círcular que redondea la vida.
Tomo tu mano y te guío hasta mi casa, donde se encuentra mi almohada, donde yace la última flor que te regalé hace más de dos años. Encuentro maneras de jugar contigo antes de hacer la guerra y conquistarte, tomarte mientras río, mientras te ahogo. Me alargo, me vuelvo tu clima, me transformo en tu pensamiento, en tus palabras. Que necesidad la mia de poder tenerte un poco más de tiempo. Suspiro profundo en el óceano de tu aliento, en la estrella de tu universo, en la frontera de tu salida.
Después todo pasa sin movimientos, cerramos los ojos, volvemos tras quedar dormidos, nos perdemos en los sueños, en esos manifiestos que hablan de ritos. Te doy mi sangre en un vaso, la bebes, me escupes como señal de que he triunfado. Y decimos de esas palabras que todos dicen, de las que tantas burlas nuestras antes causaron.
¡Qué bello día! Hoy me doy cuenta que quiero tenerte conmigo.

lunes, agosto 08, 2005

Sin mi no existes

Me transformo, me convierto a tu volundad, maldita fórmula la de darme significado a partir de tu vida, a partir de tus conocimientos, a partir de tu voluntad.
Donde me vuelvo sombra, me vuelvo luz, puedo ser opaca o brillante, puedo ser una metáfora o una analogía, viajo por los cuerpos, los toco, los siento. Penetro los pensamientos, estoy en todas partes, en tu mente, en tu tinta, en tu forma de ser, me convierto en lo que quieras, me vuelvo tan volátil como un explosivo, como una sustancia que se adhiere a todo, puedo ser complicada o sencilla, puedo dar poder o quitarlo, junto a mi todo existe, soy música, soy elemento, soy vida y muerte de toda existencia. Soy Dios, Demonio, Angel o Virgen... soy real, soy inexistente, soy un fantasma, vivo en tu aliento, en tu escritura, en tu vida y en la de los demás.
Soy un simple símbolo, un significado compartido, un ente formado de la convención de unos cuantos que le dijero a muchos que era yo. Soy la estúpida palabra. Llámenme, Palabra.

domingo, agosto 07, 2005

Camino contrariado

Como tú dijiste que sería, la vida se vuelve más fácil con el tiempo. Es como me dijiste, la historia se vuelve más corta, no hay héroes en el espacio, no hay pena o gloria. Simplemente me pierdo en la jungla de tu conocimiento, en la fuerza de tus brazos, en el sudor de tu cuerpo. Es imposible considerar el movimiento de las estrellas sin un suspiro tuyo.
Dime porqué no puedes dejar a la discípula dormida, dime porqué no puedo quitar mis ojos de su rostro, de su sonrisa. Camino, esperanzado a descansar bajo tu arbusto, el que se extiende como pared alrededor de tus sueños. Camino, camino, asecho, me sumerjo en tu sangre ebria de sal, en tu agua llena de aceite, en tu contrariedad.
Porqué no puedo perderme en mi propio aliento, en mi propia forma, en mi sombra. Porqué si digo tu nombre sueno como un fanático, porqué te pareces tanto a los demás. Contemplo mi partida siempre, me precipito al abismo del olvido, a donde todos caen por algún tiempo, a donde todos viajan para impresionar. Dime la manera correcta de hacerlo, dime cómo me entrego al tiempo.
Me acerco, lo creo, lo presiento, percibo la puerta verde que lleva al paraíso, y aunque aún no encuentro el jade irrompible, creo que entraré y tomaré lo que me corresponde.

¿Dónde quedó el macehual?
¿Dónde corre, dónde anda, dónde siembra, dónde engrana?
Si los caminos fueron por sus enemigos tomados,
las veredas desaparecieron, sus tierras las quemaron
si nunca en la máquina los contemplaron.
¿Dónde quedó el macehual?
Por ahí escondiendo, por ahí muriendo,
por ahí llorando.
Entre las calles, bajo edificios.
entre ciudades,
donde nunca será escuchado.
Ahí quedó el macehual,
sin pureza, con los miembros destrozados,
con la mente atrofiada, con el susto agarrado.
¿Dónde quedó el macehual?
Escribiendo este canto, leyéndolo,
creyendo que de otro hablo, pensando que no me dirijo a ustedes.
Creyéndo que si se aceptan macehuales
es algo malo.