sábado, enero 07, 2006

la puerta

La siempre estancia estaba en silencio, sólo dos personas dormían apacibles en el suelo. El gran cuarto tenía un techo laminado, retumbaban las gotas pues llovía desde dos semana antes de ese jueves. Alrededor, el verde se expandía de arriba a abajo, de izquierda a derecha, de Norte a Sur.
Los sembradíos siempre cercanos, motivo de los presentes, se tendían en colores variados, los rojos, cafés, amarillos, los puntos verdes que del suelo emergían. El encuentro de colores era infinita ahí en el punto más lejano de la tierra.
Era temprano, tan temprano que aún no se miraba el cielo. La oscuridad junto con la espesura de la lluvia transformaba la visibilidad en nula. A un lado, el fogón encendido; rojo vivo, tizne por todas partes, unos costales de alimentos, agua, papel y otras cosas de uso se encontraban sobre la única mesa improvisada de trozos de árboles talados, junto a ésta cinco sillas del mismo material.
Se levanta Alfonso, con sus veintitrés años temblorosos camina hasta la puerta que semiabierta, permitía entrar la corriente fría de aire combinada con la salpicadera de la lluvia que se estrellaba contra el corto camino de piedra. Entre tallones de ojos y bostezos Alfonso llega a la puerta la cierra y siente la humedad en sus pies callosos, endurecidos por el sol, la tierra y el agua, sus partidos pies únicamente similares a sus manos sienten lo frío del agua que se extiende.
–¡Mugre agua! Se metió todita; qué bruto la dejó abierta. –voltea a su alrededor y no ve a nadie más que a Valentín, aún acostado y tapado hasta la cabeza– mira nomás, estos carnales se fueron sin nosotros. ¡Vale! ¡Vale! ¡Órale, que ya nos dejaron!
Inmediatamente tras sus palabras se dirige a la mesa, donde el cántaro con agua se cubría con las danzantes sombras que creaba la luz del fogón. Valentín, entre gruñidos y maldiciones saca un poco la cabeza de las cobijas, mira hacia el techo, luego a su alrededor y comienza a levantarse lentamente. Chasqueando sus labios y estirando su cuerpo delgado pero corrioso se pone en pie.
–Oye tú, Poncho, ya ni la friegan. ¿Pos' que no ven que ni ha amanecido?

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