miércoles, agosto 24, 2005

Cuento 2 del cuentario

Segunda Edad
Dios viendo nuevamente que su existencia era solitaria, volvió a crear al mundo. Hizo lo mismo, la tierra, las estrellas, los mares. En esta ocasión creo primero la vegetación y los animales, los nombró y los distribuyó por todo el planeta. Después hizo al hombre y a la mujer, los colocó en el mundo y los dejó libres.
Los hombres ignorantes como son, no supieron plantar, pizcar, no supieron nada de la vegetación. Tampoco tuvieron conocimientos sobre la caza y la pesca. Dios no les había enseñado. Entonces, el quisquilloso e ignorante hombre comió plantas venenosas y fue devorado por las bestias.
Dios viendo esto, se volvió a sentir defraudado y destruyó por segunda vez su creación.
Esta fue la segunda edad, conocida como: la edad de la ignorancia.

La reunión.

Las palabras de mi madre lo resumieron todo. En fracciones de segundo mi piel se erizó, los escalofríos llegaron hasta la punta de mis dedos. Un sudor frío recorrió mi frente, mi espalda y mis brazos. Mis manos se tornaron blancas. Mi faz se desfiguró. Sus palabras me jugaron una broma pesada.
–Ha regresado –dijo con su voz siempre dulce, siempre seca–. Baja, te espera en el estudio.
Nunca antes pensé en esa posibilidad. Luché con mi cuerpo para emitir respuesta, intenté mover alguno de mis músculos antes de que ella saliera del cuarto. Quise no parecer un tonto. No lo pude evitar. Cerró la puerta. Sus pasos bajando la escalera hicieron que reaccionara y por fin pude quitarme la gota de sudor de mi párpado izquierdo.
Tuve deseos de escapar. Miré el reloj y por un instante sentí que no avanzaba, que se detenía en ese momento, dejándome reflexionar por encima de las horas. Cientos de diálogos pasaron frente a mí. Al final no tenía palabras. Rápidamente tomé mi pantalón y mi camisa. Los calcetines y zapatos. Me senté en el sillón, encima de los bocetos, de los escritos, de los libros de poesía, de la calculadora y el cepillo. Me puse cada prenda con detenimiento. Ritualicé mi vestir mientras imaginaba las posibilidades frente a mí.
¿Pero porqué? ¿Porqué regresar? Después de tanto tiempo, hoy precisamente, a esta hora. ¿Porqué? En este día me entregaría al trabajo. A mis estantes sucios. A esos centenares de libros que empolvados esperan a ser leídos por unos cuantos que no los comprenden. Hoy, jugaría nuevamente con Emilia a encontrar nuestros cuerpos bajo las sábanas. Precisamente hoy iría a ese parque donde venden las velas y los inciensos.
Ahora todo se iba por la borda. Censuraban mi existencia de una manera vil. ¿Porqué hoy? Acaso ¿no tuvo suficiente con marcharse? Tal vez olvidó el dolor que dejó atrás. Cuando decía que cambiaría al mundo. Y es que en aquellos días en que no existía forma de salir, logró hacerlo. Pudo marcharse y ahora como una burla, regresaba. Mostrando nuevamente su poder infinito.
Olvidé, olvidé su existencia por tantos años. No recordaba ya sus cuentos, sus sueños, sus lágrimas. Intentaba a veces ver su rostro en mi mente, recordar el sonido de su voz, lo poderosa que era su sonrisa. Intentaba saber cómo sería después de tanto tiempo. Todo fue en vano. Su recuerdo murió unos días después de su marcha.
Cuando fue su partida quise ser su compañía, quise estar ahí, donde estuviera. Desee con toda mi fuerza y mi razón estar como su sombra. No quiso, no permitió si quiera despedirme desde la ventana de mi cuarto. Poco después esa ventana fue clausurada, mi madre pensó que la causa se debía a mis extrañas costumbres. Pero no, fue para no ver jamás a la calle, para no torturarme viendo el vacío que quedaba en su lugar.
Termino de vestirme. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Romper las tablas de la ventana? ¿Tirar los cuadros, las fotos, los recordatorios en papel que sobre la madera cuelgan? ¿Tumbarlo todo y después brincar por la ventana para huir yo? ¿Correr hasta que el aire deje mi cuerpo, hasta que mis piernas revienten? ¿Podría huir sin ser visto?
Era ridículo creerlo, era imposible escapar. Me acerco a la pared que da con las escaleras. Tal vez ahí escucharía la voz. Pego mi oreja derecha a la parte media de la pared entre banderas y fotos. Silencio. De pronto, una risa. Mi madre. Ella era la culpable. Sí. Mi madre lo sabría antes que yo. Nunca me advirtió. Tal vez lo supo hace días. Pero no quiso decírmelo.
Nuevamente los recuerdos me invaden. Los días en el parque, los regalos en las fiestas, la voz de mi tía regañándonos. El olor de mi madre mientras me abrazaba. El perfume que danzaba entre las personas y mesas. El aroma es el escrito del aire, es la transfiguración de las flores, de los frutos, de la podredumbre. El aroma siempre me conquista. Conquista todo, al final todos poseen un aroma. Sin embargo no hay alguno que perciba en este momento.
Escucho los pasos que suben y se acercan. Pretendo acomodar los papeles que me rodean. Tocan a la puerta. Tal vez esté ahí. Mis piernas tiemblan. Mi mano se pierde en el espacio. De repente tomo fuerza y abro la puerta.
–Es de mala educación hacer esperar. Lo que dijo es muy claro. Quiere verte. Está abajo platicando con todos. Pero no vino a platicar, sino a verte –me puso su mano con olor a cloro en mi hombro–. No puedes permanecer más tiempo sin bajar. Hazlo ahora.
Sin saber qué me invadía. En ese instante me lancé a sus brazos como si fuera todavía un niño. Ella primero no respondió a mi abrazo, después apretó con fuerza y en su pecho me perdí nuevamente. El aroma salino y graso me confortaba. El sonido de su respiración me hacía sentirme en casa. A solas, como antes fue. Las lagrimas se vaciaron en su mandil. Ella acarició mi cuello, me besó en la frente y me separó de su regazo.
–¿Pues qué mosco te picó? –dijo con voz extrañada–. Ahora resulta que hasta lloras, no entiendo. ¿Pues no era esto lo que querías? Me lo platicabas casi a diario. Me decías que mirabas su rostro en todas las personas que pasaban. Me juraste que buscabas su nombre en las revistas, en los periódicos y en esas otras cosas que vendes en la librería –después sonrió y me tomó de los brazos–. Hasta me decías de chico que ibas a ser un detective para poder investigar su paradero. ¿No te acuerdas ya de eso?
Mis palabras nuevamente desaparecían. Mi lengua entumecida y mis labios sellados trataban de explicarle lo de Emilia, el trabajo, el parque, lo del tiempo, los recuerdos, los sueños. Pero mi torpe boca sólo pudo emitir más incoherencias.
–Es que no sé qué hacer mamá. Intento bajar, intento ir hasta donde está pero no puedo –mi voz se distorsionaba, comenzaba a quebrarse–. Sabes bien que quería este momento con todas mis fuerzas. Pero no ahora, no ahora mismo.
–Entonces cuándo –frotó sus manos y me miró fijamente buscando como siempre algo más allá de mis palabras–.
–Pues no sé, pero hoy no –mi rostro tomó un semblante sereno­–. Ahora no, es un mal momento. Estoy a punto de irme. Tengo cosas que hacer. Tal vez pueda venir otro día. Un día que tenga tiempo de estar ahí, en el estudio.
–Deja de decir tonterías. Bien sabes su situación. Y también sabes el esfuerzo que hace al venir aquí. Sin importarle los peligros y lo desgastante que es el viaje, está aquí. Abajo, como siempre, platicando mientras espera verte –con los ojos llenos de ira me di la vuelta, y su brazo me giró a ella cual muñeco de trapo–. Bajas, y bajas ya. Apúrate, que te está esperando –su voz hiriente terminó por callar mi coraje. Se dio la vuelta y azotó la puerta–.
Me senté sobre la cama. Voltee ligeramente hacia el espejo. No miraba mi rostro, solamente la puerta esperando ser abierta. Esperando quedar a mi espalda mientras me alejo. No puedo detener lo inevitable. No debo. No quiero. Sin embargo, lo prolongaré hasta que termine mi último suspiro.
Intento ordenar el cuarto. Tomo mi libro favorito y lo dejo sobre la almohada. Ahora sé qué hacer. Me doy la vuelta y camino hasta la puerta. La abro, escucho las voces más claras, las risas. Camino hacia la escalera, veo ligeramente hacia abajo y no encuentro a nadie. Doy mi primer paso sobre el escalón, mi pie izquierdo baja lentamente, ahora el derecho. Mi mano se postra en la pared. El olor a café calcina mi olfato. Penetra como punzada en mis poros. Reconozco poco a poco las voces. Bajo lo suficiente para ver los sillones de la sala, todos están sentados. Sus ojos vacilan al voltear. Cuando al fin me tienen en la mira dejan de reír. Mi último paso sobre la escalera es tambaleante e inconsistente.
–Vaya, hasta que bajas – dice mi madre mientras pasa el azúcar a su derecha–. ¿No saludas? –mis labios temblorosos poco a poco fingieron una sonrisa inevitable–. Claro que saludo ¿cómo están todos? –con gestos complementarios me respondían–. ¿Dónde está? –dije, evitando sonar obvio–. En el estudio, dónde más. Ya tiene rato que entró, y tú, no sé que haces arriba. Pero ándale, que no tiene tu tiempo.
Camino dejando atrás la sala, el antecomedor y el comedor. La puerta del fondo es mi destino. La puerta blanca con azul. La puerta que tiene algo tras ella que no quiero ver. Me acerco. Acaricio las sillas con las que me encuentro en el camino. El terciopelo rojo me llena por unos instantes de más recuerdos. Su voz, el último encuentro. Mi escondite favorito. Las mascotas y el columpio del parque.
Mi mano se acerca a la chapa. Mis dedos inquietos se contraen una y otra vez. Cuando al fin tengo la chapa en mi mano. Cierro los ojos. Imagino lo que encontraré, las palabras que nuevamente retumbarán en mis tímpanos, los ojos mirándome, los silencios. Después con un movimiento muerto giro la chapa. Me detengo otro instante mientras suspiro por última vez antes de entrar. Jalo la puerta y entro al estudio viendo hacia atrás. Me doy cuenta que todos me miran fijamente.
Están de pie, callados, con sus rostros inmutables, alguien abraza a mi madre que me ve con desdeño. Todos esperan inmóviles. Quieren ser participes del espectáculo. Y aunque parecen saber el desenlace quieren estar seguros de que suceda. Les sonrío aparentando casualidad. No contestan a mi gesto.
Cierro la puerta, y con los ojos cerrados giro mi cuerpo. Los abro suavemente. Una luz ilumina la habitación. Alguien abrió las cortinas. Quedo cegado por unos instantes y veo la silla, ahí está, igual que antes. Su mirada es la misma, su sonrisa sigue siendo poderosa. Me acerco sin titubear, sin ser o parecer un torpe, sin inmutarme, sin sellar mis labios. Al fin estoy frente a frente. Mis palabras son las mismas de siempre, sus respuestas también. Todo termina en silencio, todo acaba en unos instantes. Volteo y veo su rostro nuevamente. Una befa se forma en el mío. Salgo del estudio, camino hacia la sala, todos siguen de pie, todos siguen en silencio. Paso de largo hacia la puerta de la entrada, la abro y escucho la voz de mi madre.
–¿A dónde vas? – me dice con tono extrañado. Volteo, y sonrío mientras acaricio la puerta–. ¿Te miró? ¿Te dijo algo? –repitió mientras miraba a su alrededor–.
–Lo de siempre mamá. Ahora me voy al trabajo, es tarde. Después veré a Emilia e iremos al parque de los inciensos –veo mis manos, las machas de nicotina se confunden con la tinta–. Dile que si al regresar sigue aquí, morirá. Yo ya se lo dije. Pero no entiende. Explícale que el mundo no ha cambiado, cuéntale lo de la ventana de mi cuarto. Lo de mi búsqueda. Dile que no siga aquí o morirá como todos nosotros.Chasquee mis labios y luego sonreí omniscientemente. Cerré la puerta tras de mí. Respiré el aire fresco y seguí mi camino.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

quien era? esta muy suave muy profundo me dejas hacerlo un corto?

Enigma dijo...

... para meditar.

El Enigma
Nox atra cava circumvolat umbra