martes, agosto 09, 2005

De Guanajuato tantas cosas menos yo.

Dicen que cuando uno viaja acompañado es porque uno tiene que llevarse algo de su tierra para no olvidarse de donde viene y no quedarse más tiempo. Yo nunca he viajado acompañado, y en mis viajes que no han sido tantos uno de ellos, uno de los varios a Guanajuato conocí a una mujer el día que llegué y murio un día antes de irse.
— Los que no toman ni fuman son jotos —dijo la mujer de unos ochentaycuatro años, sentada a un lado del Mercado Hidalgo, donde las mixtecas venden sus muñecas de trapo, ahí, donde daba la sombra— tú estás fumando, no has de ser joto.
Vestía mi camiseta de turista de cinco pesos, mis anteojos y sus protectores oscuros, pantalones tipo carpintero verdes, tennis negros de suela gruesa, un sueter café y viejo, que no cubría el frío, mi mochila verde, mi cigarro barato sin filtro prendido. Fumaba y aspiraba el humo por la nariz, tomaba de un vaso plástico transparente un poco de mezcal traído de Oaxaca.
— Ay muchacho, si yo te contará ¿ves esta foto? — me enseña una foto vieja, blanco y negro, con una mujer en una silla y el hombre a su lado de pie, clásica pose de matrimonio viejo— esta soy yo, mira nomás, ahora ya estoy vieja, ya no tengo ni las trenzas de ese entonces. Antes no importaba tanto el color del cabello o si se lo peinaba así como las muchachas pendejas de ahora, lo que importaba eran las trenzas, lo largo del cabello y sus trenzas. Yo en eso era muy bonita.
Ella sentada sin vender nada, aparentemente descansando antes de proseguir con su camino, me miraba. Esperaba que le preguntara, pero mis miradas eran suficientes dudas, ella me entendía y sabía que quería seguir escuchando. De repente pasaba uno que otro, boleros y demás, volteaba yo, de vez en vez, a la Posada donde pasaba la noche, bueno, parte de ella.
— Este viejo cabrón era mi marido, guapo, alto así como tú con una mirada de hombre, con su cigarro y con su camisa. Tan hombre, estaba reguapo el cabrón, y me rogaba —sus pequeños ojos arrugados se abrían, era una mujer totalmente expresiva— siempre me decía que lo acompañara a comer la nieve, a caminar las plazas, a prender veladoras —explota en la risa más hermosa del mundo— prender veladoras, cabrón que era.
A los lados, en las calles empedradas se miraba el callejón trasero de la Alhóndiga de Granaditas, antiguo lugar de contienda de los macehuales y los gachupines. La gente caminaba, el aire fresco, dulce a mis pulmones, un momento de tranquilidad absoluta, apagaba el cigarro y prendía otro, daba otro trago a mi mezcal y me quitaba los protectores oscuros dejando mi mirada desnuda tras el cristal de los anteojos.
—Yo nunca le hice caso, me casé con él, le dí hijos y también hijas, pero nunca le dije que me gustaba ni que lo quería, ni cuando me preguntaba casi antes de morirse —suspira como arrepentida— y es más si no se hubiera muerto de haberle dicho, no le digo. ¿Sabes porqué? Por presumido. —Se me queda viendo confundida por no darse cuenta de que me había quitado los protectores— No te miraba los ojos hace rato, los tienes claros, bonitos, como mi hijo, el grande, ese ya se murió.
Deseaba tanto una grabadora en ese instante, mi memoria tan reducida como siempre lo ha sido no me permitiría mantener perfecto el largo diálogo de más de una hora. Pasaban mujeres, jóvenes, las miraba, me devolvían la vista, unas las conocería a lo largo de mi estancia y serían amantes silenciosas, generalidades centralizadas en una amante mayor: la ciudad de Guanajuato.
—Para mi nunca estuve equivocada, así como lo trataba actué bien. No creas que lo desatendía, lo tenía lavado, planchado y comido, pero sin amor. Aunque siempre lo quise al cabrón, me daba de su cerveza, de su botella, de su cigarro, me subía a su caballo y a cada rato me daba muchos besotes así en la boca —toca su boca violentamente, la talla y suena el beso en sus labios— me seguía por las milpas, allá pa' Yuriria, allá en Felipe, allá en los ranchos que estaban para allá.
Se quedaba callada a ratos, recordaba, me miraba como esperando algo. Sus pies en calcetines largos grises y calientes, calcetas más bien. Vestido floreado en colores naranja quemado y negro, con rosario en la mano. Me mira como solamente mi madre me ha visto.
—Tú casi no preguntas, no eres como todos los muchachos que vienen hasta acá. Muchachos pendejos no saben escuchar, nomás quieren ser amigos de una. Ni me conocen ni nada, quieren llevarse el recuerdo de una viejita —ríe fuertemente y se interrumpe con una tos— quieren sentirse que conocieron a la que quisieran que fuera su abuela, cabrones y cabronas no atienden a nadien en sus casas y creen que con los ajenos a sus casas se puede compensar. Están bien pendejos. Que bueno que tú escuchas que eso es lo que uno quiere cuando está hablando, yo no hablo para que hablen, hablo para que me escuchen.
Volteo hacia la derecha, veo el camino que me lleva a la Plaza de la Paz, a los templos, a todos esos sitios que visitaría una y otra vez cada vez que pisara la ciudad de mi familia, la ciudad de mi gente, la tierra del cerro de las ranas. La miraba, la escuchaba, me perdía en sus historias, la de su marido no fue la única, me contó muchas, me dijo mi futuro, me dijo cómo era en verdad, me hizo llorar. Fumo conmigo, de mi cigarro, me pidió un refresco de limón, me dijo que las viejas son cabronas antes y ahora, pero que ahora más porque ya ni se casan, nunca le pregunté nada, jamás la interrumpí ni le quité la palabra, sus historias comenzaban de la misma forma, y terminaban igual.
—Hola hijo, siéntate que si te vas ni me escuchas, ni aprendes, ni te pierdes de mucho que tu vida será larga y siempre podrás regresar, te lo prometo. Deja te cuento algo de cuando era joven que nadien aquí escucha a los viejos.
¿Cómo murió? Unos dijeron que ya estaba muerta, que me miraron hablando solo, otros que era el diablo que se aparece en muchas formas, otros que se murió de vieja, unos decía que estaba en su casa con su hija, la esposa de licenciado que estaba por el Teatro Juarez. Nadie me supo dar razón. Sus despedidas eran igual o similares a la de los que se despiden para siempre.
—Bueno muchacho que Dios de bendiga como hasta hoy lo hace, ya verás que tendrás muchos caminos por recorrer que tu mirada es del viajante, tu ojos son lo de San Cristóbal. Eres guapo muchacho, no seas presumido o la mujer que quieras te mandará a la chingada aunque se casen. Ay si te veo mañana te sigo contando y sino pues ten buen viaje.

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