lunes, agosto 15, 2005

Los elementos del egoísmo y la verdadera situación del pez (fragmento)

Día uno
Viajo a miles de segundos de nuestro momento, a donde todo comenzó, a donde todo inició casi sin darme cuenta, recuerdo que esos días leía sin parar. Un libro siempre te lleva a otro, eso por lo menos he creído siempre. Debo afirmar que los libros no son mi pasión, jamás lo han sido, de hecho me dan lástima las personas que buscan siempre un interesante libro para saber más. Nunca he leído por gusto, sólo por necesidad.
Cientos de cosas suceden en el tiempo y sobre el espacio, las cortinas de los cuartos se llenan de polvo, los marcos de las ventanas se escarapelan, las tazas de los sanitarios se vuelven amarillas y el agua se convierte en vapor.
Cierto, el mundo ya no es como lo era antes, pero cómo recordarlo si yo no viví los tiempos de antes. Los tiempos pasados fueron mejores porque no los sufrimos no porque no se mantuvieran siempre así.
Eran las siete de la tarde, hora de cerrar, era la hora de ir a casa. Eran las siete de la tarde, mi hora de ficticia libertad. Como siempre tomé mi lugar en la trastienda, comencé a encimar las cajas de libros, revistas, periódicos, discos y todo lo demás. Acomodé con calma una encima de la otra. Perdí el tiempo, con cautela de no perderlo apresuradamente y así quedarme sin tiempo para perder.
Después me dirigí al Instituto, como ellos le decían. Una escuela barata de prospectos a artes. Enseñaban fotografía y danza. También yoga, y otras de esas cosas que casi nadie toma en serio.
Entré por la puerta café, esa de madera antigua que no era reparada por cuestiones sentimentales. Pasé al lado de Estrella, la recepcionista, salude a Patricio, el instructor de danza.
En ese momento la vi, Lía, con su cabello oscuro, entre ondulado y quebradizo, entre peinado y despeinado, entre personas y música. La había visto por primera vez en la librería, no habló, sólo señaló lo que deseaba y se fue sin siquiera dar las gracias. Su mirada siempre era fina, profunda, apasionada. Mirada que solamente mostraba cuando me veía. Ella bailaba como siempre, sin repetir ni un solo movimiento más que los pasos. Los tambores sonaban marcando el ritmo. El grito del hijo de una bailarina, cual canto gitano estallaba en el salón. La madera de la duela crujía, eso le daba un aspecto romántico a la escena. Lía se contoneaba lenta y sensualmente. Su vestido se transformaba en marea de colores. Se detenía de repente y me observaba, me veía de la forma habitual.
Nuevamente el grito del niño. Su lloriqueo era musical. Sus gritos embonaban perfectamente en los compases de la pieza. De repente el silencio, luego los ridículos aplausos de los participantes, como imaginando lo que sucederá el día de la siguiente y exitosa presentación. –Muy bien muchachas y caballeros –dijo el instructor con mirada afeminada y resplandeciente.
La antigua escuela de prospectos a artes, se había mantenido, desde siempre, de contribuciones de los que se inscribían, pero su mayor ingreso eran los cuartos de la parte trasera que funcionaban como posada. También ayudaban la antigua cocina y la bella estancia, construidos en materiales finos de varios colores. Ahí proyectaban películas antiguas y de directores conocidos, leían poesía, cuentos, teatro y novelas. En esa estancia los pintores, escultores y escritores hablaban sobre la injusticia de no concederle espacio a las artes experimentales, también discutían sobre lo que ellos mismos hacían, hora tras hora hablaban de cosas aparentemente interesantes pero vacías hasta el hastío. Consumían café y cerveza, ocasionalmente un vino, pues ellos decían que mostraba elegancia e inteligencia. Yo lo consumía porque era más barato que el resto de las bebidas.
Pasaba a un lado de los supuestos intelectuales tomavino, atravesaba por la puerta de malla y cruzaba el patio conformado por una fuente marrón, unos árboles frutales y tres bancas azules, acompañados de dos o tres sillas metálicas. Al fin, entraba a mi cuarto, en el que habitaba desde hace cuatro o cinco años, entraba y miraba de golpe la totalidad de mi hogar. Un catre nuevo, un guardarropa desarmable de plástico, un radio viejo, un cenicero sucio, lápices, cuaderno y plumas sobre una pequeña mesa vieja y cuadrada, un par de discos, revistas culturales amontonadas y una caja de libros empolvados. En la parte derecha y arrinconada de mi cuarto, se veía una bañera blanca y enmohecida de la parte inferior, al lado el escusado. Y para cerrar el cuadro, una vasija con agua y un espejo. Este era mi hogar. Pagaba sólo unas monedas por él, bueno, por así decirlo, en realidad eran billetes, pero monedas suena más agradable.
Me quito mi chamarra vieja de mezclilla, la cuelgo en un clavo sobre la puerta. Retiro de mis pies las botas gruesas, quedan expuestos mis calcetines sucios y medio descosidos. Me pongo ahora mis zapatos negros. Enciendo un cigarro barato y sin filtro. Lo coloco en mi cenicero y comienzo a esperar. Faltaban solamente cuarenta minutos para que sirvieran la cena. Esta noche tal vez comería algo caliente, las semanas pasadas únicamente sirvieron ensaladas frías y salmón ahumado. El problema fue que la cercanía con concursos fotográficos y presentaciones dancísticas obligaban a Lourdes, cocinera, bailarina y dueña, a practicar hasta ya entrada la madrugada, haciéndola duplicar la cantidad de almuerzo y así servir las sobras en la noche.
Esperaba sentado mientras pensaba en lo que me había convertido. Me recordaba pasando horas conversando de estupideces literarias, filosóficas e históricas. Hablaba por horas acerca de política y música. Me vestía de forma descuidada y me perdía con la masa intelectualista de mi ciudad. Iba a sus fiestas, los escuchaba, debatía con ellos y después consumíamos lo que estaba de moda. También escuchábamos música y admirábamos el cine independiente. Criticábamos la fotografía y la nueva ola de literatas, comentábamos las nuevas corrientes del feminismo e intercambiábamos pensamientos sobre la verdadera armonía.
En pocas palabras, me había vuelto un patético estereotipo del intelectual de la nueva era. En realidad no me interesan esas conversaciones, ni su música o el cine de un país desconocido. Para ser sincero prefería siempre una película de ciencia ficción o de vaqueros. No me interesa ver mi vida reflejada en un personaje. No me importa ser o no ser representado frente al poder político, jamás me he interesado por nada más allá de mi ropa y la cena del día corriente. Pero desde siempre debía encajar, sino encajaba no tendría dónde vivir.
De repente repicaba la campana que llamaba a la cena. Ese sonido que mi abuela mencionaba como algo que espantaba a los fantasmas. Sin embargo, no era yo precisamente un creyente, puesto que nunca se iban los fantasmas de la casa. De todas formas me pregunté lo de todos los días: ¿Se habrán ido los intelectualistas?
Camino hasta la cocina y decepcionado veo que siguen ahí. Asiento la cabeza saludando a todos y todos me saludan en respuesta. Como lo había imaginado, se encontraban hablando de artes y de la nueva película extranjera independiente que se proyectaba en la sala alternativa del cine. Siempre pensé que era una forma estúpida de llamar a la sala, pues cada película proyectada en una sala distinta es una alternativa, lo que nos llevaba a cometer un pleonasmo al decirle sala alternativa a una sala.
Con mis comentarios atorados en el cuello, me siento en la silla y comienzo a engullir una masa asquerosa, aunque bastante rica, formada de soya con verduras cultivadas sin químicos y con una bebida verde que preferí no inferir lo que contenía.
Me preguntan sobre mis poesías. Les menciono brevemente, con un tono soberbio, que no he avanzado debido a una falta de inspiración objetiva. Ese diminuto comentario hace que como hienas hambrientas todos quieran dar su opinión ejemplificándola con sus maravillosas vidas. Después las feministas voraces, sicólogas en su mayoría y una que otra filosofa, hablan sobre lo minimizada que se encuentra la mujer en la literatura y que no paran de objetivarla, que todos los hombres son misóginos y que nadie más que ellas merecen el control del universo, o algo por el estilo. Inmediatamente acepto su opinión como válida tratando de evitar ser bombardeado con comentarios repetidos. No lo consigo y por dos horas y media se enfrascan en un discurso contradictorio.
Al terminar la cena y después prender otro cigarro, la cocina y estancia cierran; los de siempre platicamos sobre nuestros días. Claro que mi turno es el último pues yo soy el del trabajo menos interesante. Todos hablan, todos opinan, todos comentan y recuerdan sus burlas a la gente por no conocer a tal o cual autor, novela, película o programa cultural. Se quejan de las personas, se ríen de ellas, y comentan su nuevo proyecto, su nuevo viaje, y sus intentos fallidos de hacer esto y aquello debido al desconocimiento de la gente referente a su arte o como este de moda decirle hoy.
Terminan los fascinantes intelectualistas con sus parloteos, me cuestionan por no aportar a la plática, justifico achacándoselo al sueño y a lo cansado que es cargar cajas con libros. Me retiro al cuarto, abro las ventanas, me quito la camisa y el pantalón; me persigno sigiloso e intento dormir.
Mientras poco a poco descanso mi cuerpo, mi mente se pierde en el oportuno silencio de la noche. Cobijado con los murmullos de los amantes imaginarios me giro sobre mi cuerpo y con la cabeza inclinada lentamente me encojo hasta la forma fetal, sólo así consigo conciliar el sueño. ¿Los peces sueñan? Si lo hacen deben seguramente soñar en ocasiones que se asfixian, así como yo a veces sueño que me ahogo. Quisiera encontrar a alguna mujer que me ame, y que pueda decirme que lo hace sin explicar primero que no sabe las causas psicológicas de su sentir, también sin que se disculpe por sonar trillada y ajena a su verdadera forma de ser. Alguien normal que me ame, eso quisiera. Fornicar con ella o hacer el amor, como quiera decirlo pero que lo haga sin interrupciones innecesarias.

1 comentario:

Enigma dijo...

Thnxs por el trozo de lectura...

El Enigma
Nox atra cava circumvolat umbra