lunes, julio 11, 2005

Tlahcuilo (fragmento cotorreo del viejo y joven )

—Muy buenos días, cómo amaneció hoy, con frío de seguro— le dije sobando mis manos contra el pantalón de mezclilla café, acercándome al fogón. —Pues amanecí como siempre. —contestó con su voz ronca y templada, con su mirada nublosa y fría—. Todo es como siempre muchachito, nunca es distinto, las cosas no cambian aunque te digan que lo hacen. Las cosas son eternas, las ideas y la forma de hacerlas. Lo que cambian son las personas.
Siempre, cuando lo escuchaba atentamente, me perdía en sus historias, cuentos de viejos bandoleros, leyendas de brujas que bailaban bajo la luna y se convertian en bolas de fuego y mujeres que eran desaparecidas por gente de mal. Él era un viejo más muerto que vivo, de unos setenta y tantos años. Lo conocí en un viaje a Valle verde. Cuando me mudé ahí dos años después él todavía vendía elotes cocidos y asados desde muy temprano, antes de que el sol se asomara.
—Todavía aquí, ya son las ocho de la noche... pues ¿a qué hora duerme?— me miró con tanta profundidad que me hizo sentir mar y cielo a la vez. —Hijo, no te has dado cuenta aún, yo no duermo, yo no descanso, yo no me muevo de este lugar. —su semblante se transformó y comenzó a hablar mientras movía el fogón con una vara gruesa y larga que le servía para sostenerse.
—Cuando encontré este sitio que tú ves, las cosas eran como ahora lo son, pero las personas distintas. Nunca he dejado este lugar desde que lo fundaron mis padres, yo les ayudé a formarlo como ora lo ves. Yo encontré el maiz y fue mi idea. Yo sé que no sabes aún quien soy, y la mera verdad no pienso decirtelo tan así como así, porque eso de contar historias con finales anticipados no es de buena voluntad.
¡Azorrillense! Cabrones malnacidos. —su estruendosa risa seguida de una tos me hizo sentarme y escuchar.—Dicen que no vengo, dicen que no voy, dicen que ya no estoy y que ya me voy. Hijos de la chingada, la madre que los parió. ¡Azorrillense cabrones! ¿Creen que me han dado muerte por quitarme poder sobre ustedes? Están pero muy equivocados, cuando yo me siento es porque ya sé el lugar en el que andaron. Las penas son nuestras, pero son de todos cuando los demás las escuchan, creen que me dejaron muerto, creen que mi camino se acabó. Y ahí están como arrieros, dale que dale, dale que dale, sin para una y otra vez, jodiendo, como sombra entre los cerros. Pero mi niña, la luna no me deja, siempre me consuela, al lado del fogón. ¡Azorríllense! Que no me he ido y no me voy, como creen muchos que ya no estoy.
Al tiempo, cuando este lugar fue creado, los animales andaron ahí. —señaló con su vara hacia el puente que estaba sobre el río. —El pavorreal, el perro, la serpiente, el jaguar y todo lo vivo y bonito que estaba aquí. Pero eso se acaba, eso no deja nada. Mis padres, los fundadores, vieron como se derrumbaba con la llegada de aquellos, los que ahora viven entre nosotros aquí. No cambeo la cosa mucho aunque digan que sí. Antes, el águila devoraba al pavorreal, a áquella se la tragaba el perro, luego al perro se lo comía el jaguar, al jaguar lo mordía la serpiente y otra vez se repetía.— suspiraba el viejo, miraba al fogón, tomaba de la botella escondida, me miraba y continuaba—. Los primero que llegaron se volvieron ricos, de mucho poder, tenían oficios, tenían esposas, hijos, música y todo eso. Pero fueron egoístas y creyeron que esta tierra era de ellos, y cuando vieron que no era así, porque yo se los dije con permiso de mis padres, sus corazones se entristecieron, y el corazón se les cansó, y entró de golpe el silencio a sus caminos, y el camino los tapó. Luego otros, otros más, y lo mismo. Llegaban, se llenaban de avaricia y se iban a otros lugares. Los fundadores, mis padres ya se habían ido mucho atrás, pero aún así yo me quedé. Me debí de haber ido a donde ellos agarraron, cuando me arrepentí ya me llevaban buen tramo y no me quedó otra que ponerme aquí donde me ves.
Luego llegaron las mujeres, se ponían ahí a la orilla del río, sin sus ropitas se bañaban y le pedían a la tierra todo. Y la tierra se los daba, y los hombres que ellas tenían iban y hacían guerra con los vecinos. Y le daban a los fundadores regalos, de esos que ellos creían que eran como dioses. Era bonito, como lo es ahora, porque las cosas no son tan desiguales, más bien son como las ves ahora nomás que con otra gente. Después llegaron los otros, los que mataron a estos. Y los castigaron por haber matado, por haber hecho lo que ellos creyeron que era bueno.
Y pues vieron eso los fundadores, y así me dijeron a mi, que era mi tarea castigarlos. Y así hago desde siempre, por eso hice que esto creciera —tomó una mazorca y la azotó contra la tierra—. Me le quedé viendo con un rostro pálido, frente a mi tenía a un Dios, a uno de los hijos de los creadores. Los fundadores lo castigaron por no irse de aquí, su tarea ahora era obvia y la maldición del hombre, nuestra maldición se mostraba tal cual. Tomé mis cosas y me marché para continuar con mi camino.

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