El jaguar busca la puerta verde que lleva al paraíso por eso siempre está en la selva viviendo la felicidad en sencillez y no la infelicidad compleja...
viernes, diciembre 30, 2005
Abel y el desierto (fragmento II)
-Cuéntame el cuento de mi vida, el que todos han querido escuchar.
La inquietante sábana se movía, de repente los hombros desnudos, femeninos, casi hádicos se mostraban unidos a un cuello largo y terso. El color de los ojos en la oscuridad no se distinguía, sólo se observaba el brillo mítico en la penumbre de la alcoba. La lengua a los labios, los labios al vaso, el vaso al buró, el buró inmóvil.
-Llegaste de muy lejos, tu sangre viene de más allá de donde la arena se une con la montaña, la montaña con el desierto y el desierto con la selva. Vienes de donde nunca nadie ha dominado a la tierra, donde creen conocerla, pero de un momento a otro, la tierra come lo que sobre ella reposa. Creen dominarla, creen conocerla, pero no lo hacen, sólo su sangre la conoce, por que la sangre del pueblo al ser derramada también se vuelve tierra, desierto, montaña, selva y mar. Te llamas Abel, tu padre se llamó Abel, lo mismo tu abuelo, tu bisabuelo y así hasta el inicio de las naciones, hasta el comienzo de los tiempos. Tu madre se llamó Eva, sus nombres han sido depositados en la mujer y en el hijo. Todas las generaciones de tu pueblo se han llamado así, todas las generaciones de tu raza han vivido bajo el amparo de Dios; jamás han conocido el pecado, la pureza ha sido su estandarte. Vinieron y fueron, predicaron y conquistaron almas, llevaron muertos en sus espaldas, se convirtieron en amos y esclavos, buscaron el reino de la conciencia, el mundo de la pureza. Tú eres el último de tu especie, el que debe dejar su legado en su hermana, pero ella murió y ahora no sabes cómo seguir con tu estirpe. Nadie conoce el pecado en tu pueblo, todos han adoptado, como tú que también lo fuiste y tu hermana, y ustedes debían hacer lo mismo, pero ella murió y ahora no sabes cómo lograrlo, pues has pecado.
El cigarro a los labios, el humo al cielo, el cielo a Dios y Dios a los hombres; su mano a la de él, la mano de él a su cara, de su cara la lagrima, la lagrima a la almohada y la almohada al suelo. Ella volteaba a él, él con voz de pecado dijo:
-Lo que no sabes es mi verdadera historia, sólo el cuento que me envuelve.
jueves, diciembre 29, 2005
Diálogo de los amigos sobre la felicidad
lunes, diciembre 26, 2005
Primer diálogo de los ancianos: Sobre las palabras de sabios e ignorantes, sencillos y pedantes.
sábado, noviembre 19, 2005
Limbo: lugar de entes inertes
Vivo en el limbo... soy el macehualtín, jaguar dormido bajo el cielo ronrroneante del infinito. Sobre la espesura del asfalto, entre las estructuras de acero, frente a los vidrios formados y levitando; soy el macehualtlín, de jade y plata, de piedra y fuego, de viento y agua, de chamizo y madera. Llevame camino a donde el viento me guía a la aridez del sueño, a donde volveré a ser elementos en uno sin sentir el destierro. Comunícame con las aves nuevamente, guíame a donde está la música, al sitio en el que el silencio calla a los ecos, mientras los murmullos se olvidan por siempre. Luz de jade, préndete de mi cuerpo, ilumina el último sitio donde el águila descansó, en el nido de los sueños, en la espesura del desierto, de la tundra, de la montaña, del suelo y el cielo. Soy macehualtlín, jaguar en encierro. |
lunes, octubre 31, 2005
Primera
miércoles, octubre 26, 2005
Plática preexamen taxonómico
-Entre usted joven que me pierdo cuando camino sola por el pasillo -dijo la femina de pocas palabras y muchos movimientos.
lunes, octubre 24, 2005
Último sitio
Llegué como los otros, por medio de la luz, del canto y de la noche. Avisté el movimiento de las velas que como camino me llevaban a la cera seca que sobre la piedra descansa. Soy el aire, soy la transparencia de los perfumes, soy el sitio más lejano del camino.
domingo, septiembre 11, 2005
Narración corta: Jacinto desde la banca
Ahí fue donde los conocí, a esos que antes solamente eran personas y que ahora llaman “personajes característicos de la ciudad”, estupideces de intelectualoides. Claro que era interesante observarlos, sus olores, texturas en la piel, sus palabras altisonantes, sus poemas, sus historias tristes, inventadas y reinventadas para el mayor disfrute de los que escuchaban.
Uno de ellos sobre todos vivía, le decían Jacinto, él me confesó en secreto que su verdadero nombre era Alberto, pero Jacinto era más propio de un hombre de su categoría, antiguo viejo de mil caminos, decía que su vida seguía la forma más absurda.
Me contó que un buen día, después de muchos malos, su padre Donasiano, tras subir de la mina, con sus pulmones atravesados por el polvo de la piedra, llegó hasta la tienda de raya conocida como Valle verde, allá en el pueblo de Del Valle, cerca de Santiago Maravatio. Caminó como siempre con su cinturón grueso de cuero, sus botas sucias y su brazos de hierro, rascaba su cara pues la barba hacía una combinación extraña con el sudor y el polvo. Frente a los estantes, tras el viejo mostrador estaba ella, Jovita, una mujer de no más de diecisiete años, él con sus vigorosos veinte recién cumplidos, la conquistó y la llevó al cerro donde construyó un castillo. La tierra era su sustento, el zarape su cama y la olla de barro su batería.
Pasaron los años, los vivos, los muertos, pasaron también los trenes y los vehículos de explosión, después vinieron las lluvias con sus truenos, los gritos y la sangre; unos le llamaron revolución, otros matanzas, los más el fin del mundo. Donasiano dejó a Jovita y ésta con el tiempo tuvo a Alberto; era un niño apenas cuando la guerra llegó a Durango, miró la muerte de primera mano, se topó con ciegos, cojos y mancos. A los quince dejó la casa y se fue después a pelear por Cristo, mató federales, mató herejes, mató cristianos, hijos, padres y abuelos.
Al tiempo le hizo de vendedor, de los que se fueron al otro lado del mundo, donde había puro güero, donde ahora todos quieren estar. El alcohol lo llevó allá, cruzaba tequilas, mezcales, agüitas de limón, de todo. Cuando el güero pudo otra vez tomar alcohol, Jacinto quiso llegar a un sitio donde no pudiera estar, siguió el camino de los viajeros y a Tijuana llegó, aquí conoció a Susanita, aquí tuvo tierras allá en Rancho alegre, aquí tuvo hijos, nietos, amigos, enemigos, recuerdos. Con las lluvias, perdió el jacal, con el gobierno perdió sus tierras, con otros a su mujer, y con el tiempo a sus hijos. Después cambió el fusil por la cámara, el caballo por el burro y su convicción por el dinero.
Se dedicó a eso muchos años, pero el alcohol otra vez lo encontró y ahora jamás de su lado se apartó. De ahí, cuando lo corrieron se vino para acá, a este parquecito, donde muchos hemos estado sentados en las bancas, donde hicieron el kiosco, donde hicieron juegos, donde talaron y plantaron árboles. Ahora tras muchos años, sigo viendo las moscas caer y nacer, sigo viendo mi lengua para ver si está roja como antes, ahora continuo esperando a mi madre, pero que salga del doctor, ahora no veo a Jacinto, no veo a Alberto, no veo nada, cuando quiero ver a uno de esos “personajes característicos de la ciudad” prendo la tele, miro los burdos programas culturales que sólo me merecen una befa. Pero si quiero recordar en verdad, al que vivió aquí en el parque, al que tuvo tierras, al que tuvo sangre en sus manos, al que sin saberlo era un héroe de la revolución, cierro los ojos, siento la brisa, escucho a las aves, y recuerdo su voz ronca empecinada en no dejar de sonar.
domingo, septiembre 04, 2005
Pensando, registrando y pensando
miércoles, agosto 24, 2005
Cuento 2 del cuentario
La reunión.
Las palabras de mi madre lo resumieron todo. En fracciones de segundo mi piel se erizó, los escalofríos llegaron hasta la punta de mis dedos. Un sudor frío recorrió mi frente, mi espalda y mis brazos. Mis manos se tornaron blancas. Mi faz se desfiguró. Sus palabras me jugaron una broma pesada.
–Ha regresado –dijo con su voz siempre dulce, siempre seca–. Baja, te espera en el estudio.
Nunca antes pensé en esa posibilidad. Luché con mi cuerpo para emitir respuesta, intenté mover alguno de mis músculos antes de que ella saliera del cuarto. Quise no parecer un tonto. No lo pude evitar. Cerró la puerta. Sus pasos bajando la escalera hicieron que reaccionara y por fin pude quitarme la gota de sudor de mi párpado izquierdo.
Tuve deseos de escapar. Miré el reloj y por un instante sentí que no avanzaba, que se detenía en ese momento, dejándome reflexionar por encima de las horas. Cientos de diálogos pasaron frente a mí. Al final no tenía palabras. Rápidamente tomé mi pantalón y mi camisa. Los calcetines y zapatos. Me senté en el sillón, encima de los bocetos, de los escritos, de los libros de poesía, de la calculadora y el cepillo. Me puse cada prenda con detenimiento. Ritualicé mi vestir mientras imaginaba las posibilidades frente a mí.
¿Pero porqué? ¿Porqué regresar? Después de tanto tiempo, hoy precisamente, a esta hora. ¿Porqué? En este día me entregaría al trabajo. A mis estantes sucios. A esos centenares de libros que empolvados esperan a ser leídos por unos cuantos que no los comprenden. Hoy, jugaría nuevamente con Emilia a encontrar nuestros cuerpos bajo las sábanas. Precisamente hoy iría a ese parque donde venden las velas y los inciensos.
Ahora todo se iba por la borda. Censuraban mi existencia de una manera vil. ¿Porqué hoy? Acaso ¿no tuvo suficiente con marcharse? Tal vez olvidó el dolor que dejó atrás. Cuando decía que cambiaría al mundo. Y es que en aquellos días en que no existía forma de salir, logró hacerlo. Pudo marcharse y ahora como una burla, regresaba. Mostrando nuevamente su poder infinito.
Olvidé, olvidé su existencia por tantos años. No recordaba ya sus cuentos, sus sueños, sus lágrimas. Intentaba a veces ver su rostro en mi mente, recordar el sonido de su voz, lo poderosa que era su sonrisa. Intentaba saber cómo sería después de tanto tiempo. Todo fue en vano. Su recuerdo murió unos días después de su marcha.
Cuando fue su partida quise ser su compañía, quise estar ahí, donde estuviera. Desee con toda mi fuerza y mi razón estar como su sombra. No quiso, no permitió si quiera despedirme desde la ventana de mi cuarto. Poco después esa ventana fue clausurada, mi madre pensó que la causa se debía a mis extrañas costumbres. Pero no, fue para no ver jamás a la calle, para no torturarme viendo el vacío que quedaba en su lugar.
Termino de vestirme. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Romper las tablas de la ventana? ¿Tirar los cuadros, las fotos, los recordatorios en papel que sobre la madera cuelgan? ¿Tumbarlo todo y después brincar por la ventana para huir yo? ¿Correr hasta que el aire deje mi cuerpo, hasta que mis piernas revienten? ¿Podría huir sin ser visto?
Era ridículo creerlo, era imposible escapar. Me acerco a la pared que da con las escaleras. Tal vez ahí escucharía la voz. Pego mi oreja derecha a la parte media de la pared entre banderas y fotos. Silencio. De pronto, una risa. Mi madre. Ella era la culpable. Sí. Mi madre lo sabría antes que yo. Nunca me advirtió. Tal vez lo supo hace días. Pero no quiso decírmelo.
Nuevamente los recuerdos me invaden. Los días en el parque, los regalos en las fiestas, la voz de mi tía regañándonos. El olor de mi madre mientras me abrazaba. El perfume que danzaba entre las personas y mesas. El aroma es el escrito del aire, es la transfiguración de las flores, de los frutos, de la podredumbre. El aroma siempre me conquista. Conquista todo, al final todos poseen un aroma. Sin embargo no hay alguno que perciba en este momento.
Escucho los pasos que suben y se acercan. Pretendo acomodar los papeles que me rodean. Tocan a la puerta. Tal vez esté ahí. Mis piernas tiemblan. Mi mano se pierde en el espacio. De repente tomo fuerza y abro la puerta.
–Es de mala educación hacer esperar. Lo que dijo es muy claro. Quiere verte. Está abajo platicando con todos. Pero no vino a platicar, sino a verte –me puso su mano con olor a cloro en mi hombro–. No puedes permanecer más tiempo sin bajar. Hazlo ahora.
Sin saber qué me invadía. En ese instante me lancé a sus brazos como si fuera todavía un niño. Ella primero no respondió a mi abrazo, después apretó con fuerza y en su pecho me perdí nuevamente. El aroma salino y graso me confortaba. El sonido de su respiración me hacía sentirme en casa. A solas, como antes fue. Las lagrimas se vaciaron en su mandil. Ella acarició mi cuello, me besó en la frente y me separó de su regazo.
–¿Pues qué mosco te picó? –dijo con voz extrañada–. Ahora resulta que hasta lloras, no entiendo. ¿Pues no era esto lo que querías? Me lo platicabas casi a diario. Me decías que mirabas su rostro en todas las personas que pasaban. Me juraste que buscabas su nombre en las revistas, en los periódicos y en esas otras cosas que vendes en la librería –después sonrió y me tomó de los brazos–. Hasta me decías de chico que ibas a ser un detective para poder investigar su paradero. ¿No te acuerdas ya de eso?
Mis palabras nuevamente desaparecían. Mi lengua entumecida y mis labios sellados trataban de explicarle lo de Emilia, el trabajo, el parque, lo del tiempo, los recuerdos, los sueños. Pero mi torpe boca sólo pudo emitir más incoherencias.
–Es que no sé qué hacer mamá. Intento bajar, intento ir hasta donde está pero no puedo –mi voz se distorsionaba, comenzaba a quebrarse–. Sabes bien que quería este momento con todas mis fuerzas. Pero no ahora, no ahora mismo.
–Entonces cuándo –frotó sus manos y me miró fijamente buscando como siempre algo más allá de mis palabras–.
–Pues no sé, pero hoy no –mi rostro tomó un semblante sereno–. Ahora no, es un mal momento. Estoy a punto de irme. Tengo cosas que hacer. Tal vez pueda venir otro día. Un día que tenga tiempo de estar ahí, en el estudio.
–Deja de decir tonterías. Bien sabes su situación. Y también sabes el esfuerzo que hace al venir aquí. Sin importarle los peligros y lo desgastante que es el viaje, está aquí. Abajo, como siempre, platicando mientras espera verte –con los ojos llenos de ira me di la vuelta, y su brazo me giró a ella cual muñeco de trapo–. Bajas, y bajas ya. Apúrate, que te está esperando –su voz hiriente terminó por callar mi coraje. Se dio la vuelta y azotó la puerta–.
Me senté sobre la cama. Voltee ligeramente hacia el espejo. No miraba mi rostro, solamente la puerta esperando ser abierta. Esperando quedar a mi espalda mientras me alejo. No puedo detener lo inevitable. No debo. No quiero. Sin embargo, lo prolongaré hasta que termine mi último suspiro.
Intento ordenar el cuarto. Tomo mi libro favorito y lo dejo sobre la almohada. Ahora sé qué hacer. Me doy la vuelta y camino hasta la puerta. La abro, escucho las voces más claras, las risas. Camino hacia la escalera, veo ligeramente hacia abajo y no encuentro a nadie. Doy mi primer paso sobre el escalón, mi pie izquierdo baja lentamente, ahora el derecho. Mi mano se postra en la pared. El olor a café calcina mi olfato. Penetra como punzada en mis poros. Reconozco poco a poco las voces. Bajo lo suficiente para ver los sillones de la sala, todos están sentados. Sus ojos vacilan al voltear. Cuando al fin me tienen en la mira dejan de reír. Mi último paso sobre la escalera es tambaleante e inconsistente.
–Vaya, hasta que bajas – dice mi madre mientras pasa el azúcar a su derecha–. ¿No saludas? –mis labios temblorosos poco a poco fingieron una sonrisa inevitable–. Claro que saludo ¿cómo están todos? –con gestos complementarios me respondían–. ¿Dónde está? –dije, evitando sonar obvio–. En el estudio, dónde más. Ya tiene rato que entró, y tú, no sé que haces arriba. Pero ándale, que no tiene tu tiempo.
Camino dejando atrás la sala, el antecomedor y el comedor. La puerta del fondo es mi destino. La puerta blanca con azul. La puerta que tiene algo tras ella que no quiero ver. Me acerco. Acaricio las sillas con las que me encuentro en el camino. El terciopelo rojo me llena por unos instantes de más recuerdos. Su voz, el último encuentro. Mi escondite favorito. Las mascotas y el columpio del parque.
Mi mano se acerca a la chapa. Mis dedos inquietos se contraen una y otra vez. Cuando al fin tengo la chapa en mi mano. Cierro los ojos. Imagino lo que encontraré, las palabras que nuevamente retumbarán en mis tímpanos, los ojos mirándome, los silencios. Después con un movimiento muerto giro la chapa. Me detengo otro instante mientras suspiro por última vez antes de entrar. Jalo la puerta y entro al estudio viendo hacia atrás. Me doy cuenta que todos me miran fijamente.
Están de pie, callados, con sus rostros inmutables, alguien abraza a mi madre que me ve con desdeño. Todos esperan inmóviles. Quieren ser participes del espectáculo. Y aunque parecen saber el desenlace quieren estar seguros de que suceda. Les sonrío aparentando casualidad. No contestan a mi gesto.
Cierro la puerta, y con los ojos cerrados giro mi cuerpo. Los abro suavemente. Una luz ilumina la habitación. Alguien abrió las cortinas. Quedo cegado por unos instantes y veo la silla, ahí está, igual que antes. Su mirada es la misma, su sonrisa sigue siendo poderosa. Me acerco sin titubear, sin ser o parecer un torpe, sin inmutarme, sin sellar mis labios. Al fin estoy frente a frente. Mis palabras son las mismas de siempre, sus respuestas también. Todo termina en silencio, todo acaba en unos instantes. Volteo y veo su rostro nuevamente. Una befa se forma en el mío. Salgo del estudio, camino hacia la sala, todos siguen de pie, todos siguen en silencio. Paso de largo hacia la puerta de la entrada, la abro y escucho la voz de mi madre.
–¿A dónde vas? – me dice con tono extrañado. Volteo, y sonrío mientras acaricio la puerta–. ¿Te miró? ¿Te dijo algo? –repitió mientras miraba a su alrededor–.
–Lo de siempre mamá. Ahora me voy al trabajo, es tarde. Después veré a Emilia e iremos al parque de los inciensos –veo mis manos, las machas de nicotina se confunden con la tinta–. Dile que si al regresar sigue aquí, morirá. Yo ya se lo dije. Pero no entiende. Explícale que el mundo no ha cambiado, cuéntale lo de la ventana de mi cuarto. Lo de mi búsqueda. Dile que no siga aquí o morirá como todos nosotros.Chasquee mis labios y luego sonreí omniscientemente. Cerré la puerta tras de mí. Respiré el aire fresco y seguí mi camino.
lunes, agosto 22, 2005
Reflexión sin sentido, waisted time...
sábado, agosto 20, 2005
Camino del indio
lunes, agosto 15, 2005
Los elementos del egoísmo y la verdadera situación del pez (fragmento)
Viajo a miles de segundos de nuestro momento, a donde todo comenzó, a donde todo inició casi sin darme cuenta, recuerdo que esos días leía sin parar. Un libro siempre te lleva a otro, eso por lo menos he creído siempre. Debo afirmar que los libros no son mi pasión, jamás lo han sido, de hecho me dan lástima las personas que buscan siempre un interesante libro para saber más. Nunca he leído por gusto, sólo por necesidad.
Cientos de cosas suceden en el tiempo y sobre el espacio, las cortinas de los cuartos se llenan de polvo, los marcos de las ventanas se escarapelan, las tazas de los sanitarios se vuelven amarillas y el agua se convierte en vapor.
Cierto, el mundo ya no es como lo era antes, pero cómo recordarlo si yo no viví los tiempos de antes. Los tiempos pasados fueron mejores porque no los sufrimos no porque no se mantuvieran siempre así.
Eran las siete de la tarde, hora de cerrar, era la hora de ir a casa. Eran las siete de la tarde, mi hora de ficticia libertad. Como siempre tomé mi lugar en la trastienda, comencé a encimar las cajas de libros, revistas, periódicos, discos y todo lo demás. Acomodé con calma una encima de la otra. Perdí el tiempo, con cautela de no perderlo apresuradamente y así quedarme sin tiempo para perder.
Después me dirigí al Instituto, como ellos le decían. Una escuela barata de prospectos a artes. Enseñaban fotografía y danza. También yoga, y otras de esas cosas que casi nadie toma en serio.
Entré por la puerta café, esa de madera antigua que no era reparada por cuestiones sentimentales. Pasé al lado de Estrella, la recepcionista, salude a Patricio, el instructor de danza.
En ese momento la vi, Lía, con su cabello oscuro, entre ondulado y quebradizo, entre peinado y despeinado, entre personas y música. La había visto por primera vez en la librería, no habló, sólo señaló lo que deseaba y se fue sin siquiera dar las gracias. Su mirada siempre era fina, profunda, apasionada. Mirada que solamente mostraba cuando me veía. Ella bailaba como siempre, sin repetir ni un solo movimiento más que los pasos. Los tambores sonaban marcando el ritmo. El grito del hijo de una bailarina, cual canto gitano estallaba en el salón. La madera de la duela crujía, eso le daba un aspecto romántico a la escena. Lía se contoneaba lenta y sensualmente. Su vestido se transformaba en marea de colores. Se detenía de repente y me observaba, me veía de la forma habitual.
Nuevamente el grito del niño. Su lloriqueo era musical. Sus gritos embonaban perfectamente en los compases de la pieza. De repente el silencio, luego los ridículos aplausos de los participantes, como imaginando lo que sucederá el día de la siguiente y exitosa presentación. –Muy bien muchachas y caballeros –dijo el instructor con mirada afeminada y resplandeciente.
La antigua escuela de prospectos a artes, se había mantenido, desde siempre, de contribuciones de los que se inscribían, pero su mayor ingreso eran los cuartos de la parte trasera que funcionaban como posada. También ayudaban la antigua cocina y la bella estancia, construidos en materiales finos de varios colores. Ahí proyectaban películas antiguas y de directores conocidos, leían poesía, cuentos, teatro y novelas. En esa estancia los pintores, escultores y escritores hablaban sobre la injusticia de no concederle espacio a las artes experimentales, también discutían sobre lo que ellos mismos hacían, hora tras hora hablaban de cosas aparentemente interesantes pero vacías hasta el hastío. Consumían café y cerveza, ocasionalmente un vino, pues ellos decían que mostraba elegancia e inteligencia. Yo lo consumía porque era más barato que el resto de las bebidas.
Pasaba a un lado de los supuestos intelectuales tomavino, atravesaba por la puerta de malla y cruzaba el patio conformado por una fuente marrón, unos árboles frutales y tres bancas azules, acompañados de dos o tres sillas metálicas. Al fin, entraba a mi cuarto, en el que habitaba desde hace cuatro o cinco años, entraba y miraba de golpe la totalidad de mi hogar. Un catre nuevo, un guardarropa desarmable de plástico, un radio viejo, un cenicero sucio, lápices, cuaderno y plumas sobre una pequeña mesa vieja y cuadrada, un par de discos, revistas culturales amontonadas y una caja de libros empolvados. En la parte derecha y arrinconada de mi cuarto, se veía una bañera blanca y enmohecida de la parte inferior, al lado el escusado. Y para cerrar el cuadro, una vasija con agua y un espejo. Este era mi hogar. Pagaba sólo unas monedas por él, bueno, por así decirlo, en realidad eran billetes, pero monedas suena más agradable.
Me quito mi chamarra vieja de mezclilla, la cuelgo en un clavo sobre la puerta. Retiro de mis pies las botas gruesas, quedan expuestos mis calcetines sucios y medio descosidos. Me pongo ahora mis zapatos negros. Enciendo un cigarro barato y sin filtro. Lo coloco en mi cenicero y comienzo a esperar. Faltaban solamente cuarenta minutos para que sirvieran la cena. Esta noche tal vez comería algo caliente, las semanas pasadas únicamente sirvieron ensaladas frías y salmón ahumado. El problema fue que la cercanía con concursos fotográficos y presentaciones dancísticas obligaban a Lourdes, cocinera, bailarina y dueña, a practicar hasta ya entrada la madrugada, haciéndola duplicar la cantidad de almuerzo y así servir las sobras en la noche.
Esperaba sentado mientras pensaba en lo que me había convertido. Me recordaba pasando horas conversando de estupideces literarias, filosóficas e históricas. Hablaba por horas acerca de política y música. Me vestía de forma descuidada y me perdía con la masa intelectualista de mi ciudad. Iba a sus fiestas, los escuchaba, debatía con ellos y después consumíamos lo que estaba de moda. También escuchábamos música y admirábamos el cine independiente. Criticábamos la fotografía y la nueva ola de literatas, comentábamos las nuevas corrientes del feminismo e intercambiábamos pensamientos sobre la verdadera armonía.
En pocas palabras, me había vuelto un patético estereotipo del intelectual de la nueva era. En realidad no me interesan esas conversaciones, ni su música o el cine de un país desconocido. Para ser sincero prefería siempre una película de ciencia ficción o de vaqueros. No me interesa ver mi vida reflejada en un personaje. No me importa ser o no ser representado frente al poder político, jamás me he interesado por nada más allá de mi ropa y la cena del día corriente. Pero desde siempre debía encajar, sino encajaba no tendría dónde vivir.
De repente repicaba la campana que llamaba a la cena. Ese sonido que mi abuela mencionaba como algo que espantaba a los fantasmas. Sin embargo, no era yo precisamente un creyente, puesto que nunca se iban los fantasmas de la casa. De todas formas me pregunté lo de todos los días: ¿Se habrán ido los intelectualistas?
Camino hasta la cocina y decepcionado veo que siguen ahí. Asiento la cabeza saludando a todos y todos me saludan en respuesta. Como lo había imaginado, se encontraban hablando de artes y de la nueva película extranjera independiente que se proyectaba en la sala alternativa del cine. Siempre pensé que era una forma estúpida de llamar a la sala, pues cada película proyectada en una sala distinta es una alternativa, lo que nos llevaba a cometer un pleonasmo al decirle sala alternativa a una sala.
Con mis comentarios atorados en el cuello, me siento en la silla y comienzo a engullir una masa asquerosa, aunque bastante rica, formada de soya con verduras cultivadas sin químicos y con una bebida verde que preferí no inferir lo que contenía.
Me preguntan sobre mis poesías. Les menciono brevemente, con un tono soberbio, que no he avanzado debido a una falta de inspiración objetiva. Ese diminuto comentario hace que como hienas hambrientas todos quieran dar su opinión ejemplificándola con sus maravillosas vidas. Después las feministas voraces, sicólogas en su mayoría y una que otra filosofa, hablan sobre lo minimizada que se encuentra la mujer en la literatura y que no paran de objetivarla, que todos los hombres son misóginos y que nadie más que ellas merecen el control del universo, o algo por el estilo. Inmediatamente acepto su opinión como válida tratando de evitar ser bombardeado con comentarios repetidos. No lo consigo y por dos horas y media se enfrascan en un discurso contradictorio.
Al terminar la cena y después prender otro cigarro, la cocina y estancia cierran; los de siempre platicamos sobre nuestros días. Claro que mi turno es el último pues yo soy el del trabajo menos interesante. Todos hablan, todos opinan, todos comentan y recuerdan sus burlas a la gente por no conocer a tal o cual autor, novela, película o programa cultural. Se quejan de las personas, se ríen de ellas, y comentan su nuevo proyecto, su nuevo viaje, y sus intentos fallidos de hacer esto y aquello debido al desconocimiento de la gente referente a su arte o como este de moda decirle hoy.
Terminan los fascinantes intelectualistas con sus parloteos, me cuestionan por no aportar a la plática, justifico achacándoselo al sueño y a lo cansado que es cargar cajas con libros. Me retiro al cuarto, abro las ventanas, me quito la camisa y el pantalón; me persigno sigiloso e intento dormir.
Mientras poco a poco descanso mi cuerpo, mi mente se pierde en el oportuno silencio de la noche. Cobijado con los murmullos de los amantes imaginarios me giro sobre mi cuerpo y con la cabeza inclinada lentamente me encojo hasta la forma fetal, sólo así consigo conciliar el sueño. ¿Los peces sueñan? Si lo hacen deben seguramente soñar en ocasiones que se asfixian, así como yo a veces sueño que me ahogo. Quisiera encontrar a alguna mujer que me ame, y que pueda decirme que lo hace sin explicar primero que no sabe las causas psicológicas de su sentir, también sin que se disculpe por sonar trillada y ajena a su verdadera forma de ser. Alguien normal que me ame, eso quisiera. Fornicar con ella o hacer el amor, como quiera decirlo pero que lo haga sin interrupciones innecesarias.
jueves, agosto 11, 2005
De narraciones ordinarias y extraordinarias: Abel y su eternidad en el desierto (fragmento II)
De narraciones ordinarias y extraordinarias: Abel y su eternidad en el desierto (fragmento I)
martes, agosto 09, 2005
De Guanajuato tantas cosas menos yo.
Encuentro
lunes, agosto 08, 2005
Sin mi no existes
domingo, agosto 07, 2005
Camino contrariado
Tú
miércoles, julio 27, 2005
Don Tomás
Vigilante letargo
jueves, julio 21, 2005
Alberto X (fragmento cap I)
miércoles, julio 20, 2005
Entre el sueño y la realidad
¿Cuándo, en qué punto exacto te das cuenta de que tienes sueño? En el momento en que tus ojos se comienzan a cerrar, volviéndose los párpados tan pesados que se torna imposible mantenerlos abiertos, cuando tu cuerpo comienza a relajarse al extremo, de forma tal que tu mano deja de obedecer a tu cerebro. Cuando dejas la realidad inmediata y entras en la realidad perfecta, en esa realidad de pesadillas y sueños hermosos, donde eres devorado por animales o humanos, donde encuentras a la mujer, que no es la de tus sueños, pues estás en ellos, así que solo es la mujer.
Podríamos ser macehuales apartados de este concepto, creernos lejanos de esta sensación, decir en verdad que el punto exacto es cuando se siente el cansancio. Sin embargo, dudo que alguien sin imaginación haya pensado en leer esto o cualquier otra cosa.
No, yo sé que puedes imaginarlo, ir más allá del punto inmediato entre la realidad competitiva y la realidad conciliadora.
Imagina.
domingo, julio 17, 2005
Descansa en paz
Vinieron a mi vida las dudas, los encuentros conmigo en la penumbra en la oscuridad. A veces de golpe prendía las velas para no estar conmigo dentro de este silencio de luz. Te miraba y mi estomago se revolvía, encontraba siempre respuestas para darte vida, para admirarte, para darme cuenta que por más que te engrandecieras o te volvieras pequeña, seguías siendo la misma. Intente mantenerte a mi lado pero ahora ya no puedo, mi nueva existencia me aleja de la posibilidad de tenerte conmigo, me he vuelto un ser nocturno y he apagado todas las luces. Lo siento por tu partida pero es inevitable, no te odio pero no puedes seguir existiendo, Sombra mia, descansa en paz.
Luz de Jade: Carta a ella (fragmento)
La guerra de los conquistados
viernes, julio 15, 2005
Reclamo de un viejo guerrero águila

Mira los sueños de los que mueren contentos, mira la vida de los que creen en sus talentos.
Para Olga (fragmento)
Mira los sueños de los que mueren contentos, mira la vida de los que creen en sus talentos.
jueves, julio 14, 2005
Camino
miércoles, julio 13, 2005
El Espantapájaros de Oliverio Girondo (fragmento)
¿Verdad que no hay diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
De eternidad y paseos
¿Es eterna la vida?
¿Es eterna la muerte?
¿Son eternos los dioses?
¿Si lo son todos porqué no siempre los recordamos?
Si el jade se quiebra,
si del sueño se despierta,
que se puede esperar de esta vida
más allá de esperar a que se de lo que se de.
Y los soñadores que creen hacer mucho
los que mucho creen hacer en esta vida,
aprovechando todo lo que hay que hacer,
lo que hay que hacer en el mundo vivo.
¿Qué con ellos?
¿Qué con los que creen han de vivir en el corazón de los demás?
Qué con los que se creen jade y oro,
qué les podemos decir a los que no creen en el límite de la existencia.
Digámosles que esta vida es un paseo,
que no somos eternos,
que nunca lo seremos,
que en la tierra solo poco caminaremos,
que vivan sin prisas, sin remordimientos,
sin esperar milagros, que ya es milagro suficiente estar aquí caminando.
Digan al resto que todos estamos paseando,
por un corto rato,
todos habremos de irnos tarde o temprano,
somos mortales macehuales.
Como una pintura nos iremos borrando.
Dejen a los que se crean sabios, eternos, legendarios.
Ustedes vivan como la flor y el canto,
vivan eternos sin pensar en que solo un tiempo aquí caminamos.
martes, julio 12, 2005
De clamores
ese clamor que nos hizo venir,
el clamor de la flor y de la piedra,
la flor que clama a la orilla del río,
la piedra que sostiene a la tierra
y la tierra que sostiene a la flor.
Dónde quedaron los viejos guerreros,
los que no se asustaron con el clamor,
los que no miraron con angustia,
los que no perdieron valor.
Bajo tu manto se protegieron,
pero fueron pretextos,
pretextos fue lo que dieron,
como respuesta los ofrecieron.
La flor y los guerreros,
la piedra y los pretextos,
los ofrecimientos y el valor.
Todos ellos viven
allá de donde algún modo se vive,
se vive donde ellos dicen
que hay tierra y agua que hablan.
Dónde sonó el clamor primero,
en la piedra, en la tierra o en la flor,
el clamor primero sonó en el cielo
primero sonó en el guerrero,
sonó en el corazón.
lunes, julio 11, 2005
Tlahcuilo (fragmento cotorreo del viejo y joven )
viernes, julio 08, 2005
El sueño rodeando
Admiro el paisaje. Los ojos del águila viendo el pasto más verde. La luz es más clara, la noche se esconde. Los alrededores se oscurecen pero no así el camino. Siempre rodeado por el agua, por el sonido, por la piedras y los peces que silenciosos se mueven. Miro al animal acechar. Como siempre nos persigue, es sólo por su signo, nunca lo hace por molestas, más bien por verificar que no lo traicionemos de nuevo.
Recuerdo los lugares de cuando era niño. Parecía que mi mundo no tendría fronteras, las campanadas despertaban a todos, el dulce sonido de las aves jugueteando con el aire.
El pasto más verde, la luz más brillante, sin miedo a caer, con el sudor en la frente, con la tierra en las manos. La carcajada no esperaba una hora específica.
Después de esos años, me dí cuenta que antes de nosotros no hubo caos, no hubo desorden, ese Dios nos engaño, nos hizo creer que el orden llegó con nosotros, con nuestro mundo, jamás fue cierto. El caos es el final total, no un retorno a la normalidad, ni el encuentro con el hombre mismo, ni el viaje al paraíso. El final, el final total es el caos, el último y más grande caos que las estrellas hayan visto.
Las alturas cada vez son más cercanas y los precipicios menos hondos ¿Cuándo encontraremos el límite, cuándo dejaremos de buscar la respuesta a la pregunta? Soluciones baratas y temporales, primero respondemos a lo inmediato y después a lo infinito. Patético ser humano. Gritando para ser escuchado, corriendo para no ser alcanzado, soñando para no vivir y viviendo para no morir. ¿Cuál es el final de la historia?
La ocuridad acaso, un recuerdo vano de una tribu sobreviviente, el país en un planeta lejano. ¿Cuándo termina la historia? ¿Cuando el historiador muere o cuando ya no haya nadie que la lea?
El fin es más lejano de lo que se siente pero más cercano de lo que se cree en verdad. Mientras busquemos la puerta, esa que nos lleva al paraíso. La que nadie controla, la que es el premio de unos cuantos, la que se encuentra sin seguir las reglas, la que se encuentra siguiendolas, la que está esperando.
La puerta que lleva al paraíso.
Esta canción (Silvio Rodríguez)
siempre he mentido
siempre he mentido.
He escrito tanta
inútil cosa
sin descubrirme
sin dar conmigo.
No amar en seco
con tanto dolor
es quizás la última verdad
que queda en mi interior
bajo mi corazón.
No sé si fue
que mataste mi fe
en amores sin porvenir
que no me queda ya
ni un grano de sentir.
Yo se que a nadie
le interesa
lo de otra gente
con sus tristezas.
Esta canción es más que una canción
Y un pretexto para sufrir
y más que mi vivir
y más que mi sentir.
Esta canción es la necesidad
de agarrarme a la tierra al fin
de que te veas en mí
de que me vea en ti.
Yo sé que hay gente
que me quiere
yo se que hay gente
que no me quiere.
jueves, julio 07, 2005
De relación con tu mundo (carta responsoria a Emilia)
Nueve años pasaron desde la última vez que te vi. No creo necesario repetirte cuánto sufrí sin verte y cuánto sufro hoy por ti.
La separación fue innevitable, tus padres, mi hermano, los amigos, la puerta; todo indicaba que nuestros caminos se verían separados. Recuerdo todavía cuando solías cantarme esas canciones que inventabas. Con tu voz desafinada, con tu sonrisa de niña, cuando siempre llamabas a mi casa tocando la campana del pozo. ¿Recuerdas? Contigo aprendí a tocar guitarra. Contigo aprendí a decir cosas de esas que a las mujeres les gustan.
Cierto día, quisiste sorprenderme con un collar en el bosque. En el camino se te cayó, lloraste, me dijiste que algo malo había pasado. Que tal vez sería la última vez que te querría ver. Que tonta fuiste.
Después me vino la enfermedad. Y todos los días me visitabas. Fue cuando comenzaron las pruebas de los dioses. Sus mensajes, sus visiones presentadas ante mi.
Me cuestionabas, siempre lo hacías. Aún viéndome llorar ante la tumba de mi familia me preguntabas sobre nuestros caminos. Cuando me curé de la enfermedad tuve que irme, lo prometí, sé que no lo piensas de esa forma, sé que creías que no estaba en deuda con nadie, pero hoy te repito. Sí lo estoy.
Ahora, a tantos momentos de nuestra casa, camino todos los días y avanzo tan poco. La luna del bajío se convirtió en luna tucumana, la luna tucumana, en luna roja y después en luna de siempre. El camino no ha terminado. Sin embargo mis cartas terminan hoy.
No encuentro sentido a seguir intercambiando palabras que cada vez tienen menos valor. Tus búsquedas no son las mias ni la mia es tuya. Mi encuentro contigo ya no se llevará a cabo, nuestras vidas al encontrarse solo se destruirián.
Yo sé que como tú me lo dijiste, no es una sorpresa nuestra separación. Tampoco lo es que tu camino fuera opuesto al mio. Sólo quiero decirte que nunca quize separarme de ti. Lo hice porque era necesario.
miércoles, julio 06, 2005
La máquina voráz (la edad de la pereza)
En ocasiones, es cierto, sentía un poco de miedo al saberme en la oscura espesura de un liquido que me rodeaba. No podía tocarme, olerme, sentirme, no podía verme de lejos ni de cerca. Sólo de vez en cuando percibía a alguien cerca de mí. Ahí comenzaron mis sueños.
El primer sueño que tuve, era yo dentro de esa cápsula cálida. Poco a poco me abría camino hacia la parte inferior, me giraba con mucha calma hasta poder lograr estar con la cabeza donde mis pies y así empezar a escarbar. De repente me di cuenta que al fondo de ese sitio estaba un punto, de un color que nunca había visto, es de aclarar que nunca había visto color alguno y aunque lo hubiera visto no conocía sus nombres. Me comencé a aproximar y cuando iba a tocar ese punto, despertaba y sentía que desde afuera algo me presionaba hacia la parte trasera de mi cápsula, donde estaba algo extrañamente formado como una larga barra que parecía impedirme mi salida. Aunque dentro de mí el miedo se incrementaba y el deseo de salir era mayor, el sonido de la máquina y el tambor me llenaban de esperanza.
Después una duda más comenzó a invadirme: ¿qué soy? Empecé a buscar en mí una razón de ser. Intenté en vano verme de lejos para saber ¿cómo soy? ¿Qué figura tengo? ¿De qué color soy? Luego en la oscuridad de mi cápsula, en esa infinita oscuridad, sentí que algo más estaba dentro conmigo. Intenté nuevamente escapar, moví mi forma para lograr arrebatarme de la estructura creada para retenerme y nuevamente sentí la presión dictatorial de la barra tras de mí, y no sólo eso, sentí que algo me retenía de la parte media de mi forma. Algo alargado, algo que me alimentaba, que me daba energía pero a la vez me detenía. Era una cadena suave que se perdía al igual que yo en la oscuridad.
Pasaron momentos, largos y cortos, aún no sabía que mi vida en la cápsula estaba medida, desconocía que a partir de mi salida de la cápsula los momentos tendrían nombres, que esa estúpida atadura tendría fracciones que medirían mi vida para siempre. Y aunque comencé a imaginarlo, algo aún más terrible sucedió.
Como de costumbre, estaba pensando en la razón de mi estancia en esta cápsula, que ahora principiaba a convertirse en una prisión, cuando de la oscuridad sentí que algo me tocaba. El terror invadió mi mente, intente apartarme de mi forma para saber qué era lo que ahí estaba, pero no pude. Nuevamente en la oscuridad sentí que algo me volvía a palpar, por primera vez sabía que no estaba solo, algo estaba ahí.
Era largo con pequeñas extremidades en las puntas que se movían a voluntad. Tras concentrarme en las extremidades me di cuenta de algo terrible. Me pertenecían. Salían de mi forma. Eran parte de mí, pero no me obedecían. Ahora todo estaba claro, la razón de mi aprisionamiento se transformaba en obvia, yo era un monstruo.
Pero ¿porqué si era un monstruo no pensaba como tal? Seguramente los monstruos pesaban en destruir, en asesinar, en dañar todo lo que había en su entorno. Yo no podía ser un mounstruo, tal vez esa no era la respuesta exacta, tal vez fui aprisionado sin razón, una equivocación de la máquina. Sin embargo la máquina y el tambor nunca me habían traicionado, nunca me habían dado la espalda. Seguramente esa noble máquina y ese sonoro tambor se darían cuenta de su falla y me permitirían ir a donde estaba ese color que aún no conozco. La respuesta más coherente a mis aflicciones era esperar en mi oscura y ahora tétrica cápsula.
Mientras pasan los momentos mi aflicción se engrandece. ¿Existe acaso la posibilidad de que la máquina y el tambor estén en lo correcto? Al fin de cuentas yo no sé qué es un monstruo y cómo se engendra. Aparte, todo parece encajar en los aciertos. Momentos han pasado y me he vuelto más irritable, mis extremidades han crecido al igual que mi forma. La barra tras de mí se vuelve más endeble, la cadena es más lenta y la máquina con el tambor empiezan a desvariar en su ritmo.
Pasa el momento, pasa liquido a mi alrededor, las extremidades, pasan sueños. Sin embargo, mi incertidumbre no cesa en su andar, viaja con cada situación, se alimenta, se fortalece y me llena de penumbras. El sueño se repite, una y otra vez. Tal vez sea un mensaje, podría tratarse de mi única salida.
Después, los sonidos se volvieron insoportables, no podía ya siquiera moverme en ese cálido lugar; la comida era cada vez menor. El plan de la máquina y el tambor eran ahora visibles, se mostraban ante mí. Me sentí abandonado, traicionado por primera vez. El tambor y la máquina me dejaban a mi destino. Pero, ¿qué otra cosa es el destino sino nuestra respuesta a lo inevitable? El destino no tenía nada que ver. Eran la máquina y el tambor que conspiraban en mi contra. Todo está claro. Quieren matarme.
Sentí un deseo enorme de salir, un deseo casi aterrador, sin embargo, antes debía planear mi escape sin que el tambor y esa máquina maldita supieran de mi huida. Al pasar más momentos intentaba pensar en el escape sin pensar en ello. Estaba convencido que la máquina y el tambor podían ver dentro de mi forma, saber con seguridad lo que pensaba y lo que sentía. Entonces comencé a violentar mi cápsula, primero con movimientos lentos y calculados, después esperé, quería saber la respuesta de mis futuros asesinos.
Con el paso del momento, me di cuenta que mi espera sólo incrementaba la próxima muerte. Simplemente el tambor y la máquina esperarían conmigo a mi deceso. La desesperación me abatía y no encontraba la manera de salir de ahí. De repente un pensamiento invadió mi conciencia, mi forma, mi sueño. ¿Si mataba a la máquina? ¿Si le ocasionaba la muerte más sublime? ¿Si la destruía?
Su poder tal vez no me lo permitiría. Más debía intentarlo, debía tratar de por lo menos demostrarle que no moriría como un monstruo dócil. Si por ser monstruo me habían encarcelado y ahora deseaban matarme, como monstruo debía morir; peleando, destruyendo, desgastándome en la ira que me consumía y me hacía sumir en la muerte.
Comencé decidido, a matar a la maquina y al tambor, a moverme violentamente, bañado en ese liquido espeso y en ese olor a carne cruda. Me moví constantemente, intentando darle muerte. De repente el tambor comenzó a sonar más rápido y fuerte, alguien desde fuera de mi cápsula presionaba sobre mí, seguramente más traidores.
Viendo que daba resultado, me volvía a mover ahora con más violencia, cada vez más y más violentamente, cada vez más rápido. Ahora estaba totalmente seguro de ser un monstruo pues sentía una gran satisfacción de saber que dentro de poco le daría muerte al maldito tambor y a la estúpida máquina chillante. Luego dejé de sentir liquido en mi entorno, en la parte superior de mi forma observé algo que brillaba como en mi sueño. Nada importaba pues sabía lo que era y moriría orgulloso de serlo.
De repente, supe que estaba por morir, alguien o algo me impulsaba al exterior de mi cápsula bendita. Ahora la luz, ahora un nuevo y desconocido color incandescente me cegaba. Extremidades me manipulaban y me tocaban en mi totalidad, me sentía violentado, ultrajado, luego sonidos extraños, unos graves que parecían comunicarse entre ellos, otro que era un rítmico sonido que me invitaba a sentir envidia por primera vez. Un último sonido tranquilizante, creí que conocido, lo sentí familiar, este sonido era agudo y sonaba fuerte y preocupante.
Luego el sonido familiar, sonó más violento y los sonidos graves más alterados, de repente me alejaron del sonido agudo sin yo desearlo, y me violentaron pero ahora físicamente, metieron algo en mi boca sacándome liquido de mi garganta y luego me golpearon. Un viento entró en mí y me llenó de olores que me saturaron, me ofuscaron, me privaron por un momento. Por primera vez sentía el dolor, el deseo de vengarme de alguien, por primera vez sentía lo que era el odio, la frustración, esos golpes hicieron que quisiera hacer daño.
La situación era confusa pero la comprendía, las formas que me sacaban de mi cápsula eran como yo, monstruos que destruían, monstruos que me habían rescatado. Seguramente escucharon mi clamor y vinieron en mi ayuda, capturando al tambor y a la máquina, haciéndolos prisioneros. Ahora entre los míos, podría ser feliz, podría dejar de soñar con colores desconocidos. A partir de este momento sabría ser al fin un monstruo. Luego, cuando mis sentidos dejaron de turbarse por los olores y recuerdos de mi cápsula. Comencé a emitir sonidos propios, sonidos que me asustaron en principio pero me hicieron sentirme relajado. Fue ese sonido, el que emitía sin control, el que me ayudo a conseguir lo que quise en ese momento. Estar cerca nuevamente del tambor y la máquina.